Entre las muertes de ilustres veteranos del cine que
nos vienen asolando desde hace meses, se ha filtrado la de alguien más joven
pero que según parece llevaba tiempo enfermo, aunque eso no le impedía estar
trabajando en su nuevo proyecto. Aún así, José Juan Bigas Luna, conocido para
la posteridad por sus apellidos, se nos fue a primeros de este mes de
primavera, siendo para muchos un shock, como si nos quitarán algo generacional.
Cuando mi quinta, a los que bastantes de mis lectores pertenecen como me consta,
empezó a tener uso de razón, Sara Montiel ya parecía antigua, pero Bigas Luna
desarrolló su carrera a medida que íbamos creciendo y –se supone- madurando y
su temprana muerte ha sido como si se fuese uno al que no le tocaba todavía. Al
fin y al cabo solo era tres años mayor que Almodóvar, que no le parece un viejo
a nadie en absoluto. Y ahora que caigo, toda la generación hollywoodense que nos
deslumbró en los 70 y redefinió para los restos el cine industrial, también está
en esa franja de edad. Uf. Tempus fugit.
Para mí, Bigas Luna era uno de los grandes
esquizofrénicos del cine contemporáneo, capaz de lo mejor y lo peor, hasta hacernos
dudar de si era la misma persona la que estaba orquestando tras la cámara. Otro
de esos grandes esquizos serían Gus Van Sant, que pasa de hacer blockbusters
enfocados sin disimulo a los Oscars (El
indomable Will Hunting, Descubriendo
a Forrester, Mi nombre es Harvey Milk)
a propuestas tan áridas y tan poco populares como la gran Elephant o Last Days. En
medio de esta barahúnda tuvo tiempo para hacer una de las operaciones más
insensatas del cine actual, como fue el remake presuntamente plano a plano de Psicosis. De hecho, este próximo viernes
Van Sant estrena uno de los filmes industriales pertenecientes al primer nivel
citado de su doble personalidad, Tierra
prometida, con su amigo Matt Damon metido en follones medio ambientales,
que eso da puntos para los Oscars. En este bloque de esquizos entre la
comercialidad y la “expresión personal” –dos términos no necesariamente
antitéticos como demuestra Clint Eastwood por ejemplo- debería figurar Steven
Soderbergh, de no ser porque se ha autoexpulsado al vérsele demasiado el
plumero. Tras debutar hace casi un cuarto de siglo con la sobrevaloradísima Sexo, mentiras, y cintas de video,
Soderbergh jugó muy bien sus cartas para venderse como un alma en pena indie
atrapada en un cuerpo hollywoodense. Pero sus últimos filmes, como son Contagion, Magic Mike y Efectos
secundarios, que sigue en cartel y vi hace una semana, han demostrado que
el rey está desnudo, y que su estilo pretendidamente “moerno” no tapa unas
tramas de lo más convencionales que podían haber firmado cualquier asalariado
de los estudios. No es sorprendente que haya anunciado su retirada del cine,
como un timador que ya sabe que su público lo ha calado demasiado y tiene que
levantar el vuelo.
La trayectoria final de Bigas Luna se parecía más a la
de Soderbergh que la de Van Sant. Su última gran película fue La camarera del Titanic en 1997, que
sufrió el tener que ir en la estela del colosal Titanic de James Cameron. Una sorprendente filigrana sobre la
verdad y la mentira, sobre la necesidad de mitos y de la reescritura mejorada
de la propia existencia. A partir de ahí, el vacío. Tal vez es que Bigas Luna nunca
se tomó demasiado en serio el cine entre sus muchos intereses. Yo siempre me
malicié que en el fondo de su carrera acechaba su primitiva vocación de
diseñador industrial e interiorista, que acabó comiéndoselo. Antes de empezar a
rodar sus primeras obras, ganó algunos premios en estos cometidos. Y ya se sabe
que en el fondo, para este sector de profesionales no importa tanto el
contenido que como se presente éste ante el público. Así, el cineasta que hizo
a finales de los 70 filmes tan radicales como Bilbao y Caniche, que aún
asombran hoy en día por su osadía y por su capacidad de extraer de la sordidez
humana más hiriente una forma de poesía fétida, acabó su carrera hace tres años
con la banalidad de Didí Hollywood,
donde la pericia técnica no enmascaraba el producto de diseño al servicio de
alguien tan emblemático de los desnaturalizados tiempos que vivimos como Elsa
Pataky. A lo mejor, sin pretenderlo, Bigas Luna –otro detalle de diseño
publicitario firmar con sus apellidos como marca comercial- se convirtió en la
metáfora de este torturado país llamado España. En la época de la Transición,
radical y agresivo, al final integrado en el sistema potenciando a las Elsas
Patakys de turno, de las que tanto abundan en nuestra vida nacional, y no sólo en
el cine precisamente. O tal vez no sea una metáfora exacta del país, sino de la
clase social que supo aprovechar aquellos años para medrar y convertirse en
gente guapa, perdiendo todo contacto con la realidad.
A lo mejor el problema era que el cineasta había
optado por ser un director “mediterráneo”, lo que nos lleva a un curioso
problema reflexivo. Me pregunto por qué cuando se habla de la cultura del Mare
Nostrum siempre se habla de la gastronomía, del sexo, del vino y las playas
soleadas, y nunca de la tragedia griega, del fatalismo de unos pueblos tan acostumbrados
a que la Historia les pase por encima que se lo echan todo a la espalda, etc.
Pocos reparan en que esa presunta alegría de los pueblos mediterráneos
enmascara una resignación existencial de primer orden. A lo mejor por esta identificación,
el primer filme de Bigas fue Tatuaje,
adaptación de la novela de otro que cayó en la etiquetita de creador “mediterráneo”,
Vázquez Montalbán. Luego lo intentó mezclando comida y sexo en algunos de sus
peores filmes, exceptuando Jamón, jamón,
en el que además lanzó a la pareja Penélope Cruz-Javier Bardem. Bámbola y Son de mar, sobre la novela de Manuel Vicent, son sendos cantos a
la anatomía de sus protagonistas femeninas, pero como películas son dos
desastres. Hay que hacer especial hincapié en Las edades de Lulú, según la obra de Almudena Grandes. Y es que
esta película de 1990 marca el camino de no retorno en la carrera de Bigas
Luna. Es una pretendida y escandalosa película erótica que solo puede molestar a
beatas sin remisión. Lo que era pura morbosidad en sus primeras obras aquí se
convierte en puro sexo de diseño, sin alma. Es lo que abundaría en la obra del
cineasta desde entonces, exceptuando La
teta y la luna, Jamón, jamón y La camarera del Titanic (y siendo justos
algunos pasajes de Yo soy la Juani).
El resto es silencio. Y es curioso que Las
edades de Lulú sea de 1990, como cerrando una década donde Bigas tuvo
bastante intuición y ambición. Fueron los años de su apertura internacional
rodando en inglés (con las interesantes Renacer
y Angustia) o pudo mantener el
espíritu de sus primeras obras con Lola.
Fue como un señalado año puente en su carrera.
Permítanme
cerrar estas líneas con un recuerdo personal. Uno de los últimos trabajos de
Bigas Luna fue encargarse del espectáculo de El Plata, mítico cabaret golfo zaragozano.
Tras unos años cerrado se reabrió pero la contratación de nuestro desaparecido
cineasta como director artístico demostraba en principio una ambición de no
volver a los tiempos de las cupletistas buscándose pulgas. Mis buenos amigos de
Zaragoza Marian y Manuel, a los que saludo porque seguramente están viendo este
programa ahora, me llevaron. Fue una experiencia triste, además de que la
cerveza estaba a 5’50 euracos. El espectáculo era una muestra del descafeinado
concepto erótico tipo Las edades de Lulú,
con bailarines y bailarinas carnaza de gimnasio y coreografías tipo José Luis
Moreno, con letras trasnochadas (“fontanero, búscame el agujero”, etc.) y demás
horrores. Lo peor era el público, lleno de pensionistas –dichosos ellos que
gozan de pensiones- que debían a estas alturas hacer el primer acto trasgresor
de sus vidas. No terminé de verlo, me fui en un descanso y pensando en la
decadencia de Bigas Luna. Lástima que la muerte no le haya permitido dar un
giro a su vida y reencontrarse con sus orígenes.
No hay muerto malo, dicen, pero a mí nunca me gustó el estilo estético de este hombre.
ResponderEliminarEntiéndanme, yo soy mucho más de José Luis Cuerda...
Pues la última de Cuerda, "Todo es silencio", es un desastre sin paliativos. Todos tienen su final, me temo.
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