miércoles, 17 de abril de 2013

Esquizofrenia cinematográfica




Entre las muertes de ilustres veteranos del cine que nos vienen asolando desde hace meses, se ha filtrado la de alguien más joven pero que según parece llevaba tiempo enfermo, aunque eso no le impedía estar trabajando en su nuevo proyecto. Aún así, José Juan Bigas Luna, conocido para la posteridad por sus apellidos, se nos fue a primeros de este mes de primavera, siendo para muchos un shock, como si nos quitarán algo generacional. Cuando mi quinta, a los que bastantes de mis lectores pertenecen como me consta, empezó a tener uso de razón, Sara Montiel ya parecía antigua, pero Bigas Luna desarrolló su carrera a medida que íbamos creciendo y –se supone- madurando y su temprana muerte ha sido como si se fuese uno al que no le tocaba todavía. Al fin y al cabo solo era tres años mayor que Almodóvar, que no le parece un viejo a nadie en absoluto. Y ahora que caigo, toda la generación hollywoodense que nos deslumbró en los 70 y redefinió para los restos el cine industrial, también está en esa franja de edad. Uf. Tempus fugit.

Para mí, Bigas Luna era uno de los grandes esquizofrénicos del cine contemporáneo, capaz de lo mejor y lo peor, hasta hacernos dudar de si era la misma persona la que estaba orquestando tras la cámara. Otro de esos grandes esquizos serían Gus Van Sant, que pasa de hacer blockbusters enfocados sin disimulo a los Oscars (El indomable Will Hunting, Descubriendo a Forrester, Mi nombre es Harvey Milk) a propuestas tan áridas y tan poco populares como la gran Elephant o Last Days. En medio de esta barahúnda tuvo tiempo para hacer una de las operaciones más insensatas del cine actual, como fue el remake presuntamente plano a plano de Psicosis. De hecho, este próximo viernes Van Sant estrena uno de los filmes industriales pertenecientes al primer nivel citado de su doble personalidad, Tierra prometida, con su amigo Matt Damon metido en follones medio ambientales, que eso da puntos para los Oscars. En este bloque de esquizos entre la comercialidad y la “expresión personal” –dos términos no necesariamente antitéticos como demuestra Clint Eastwood por ejemplo- debería figurar Steven Soderbergh, de no ser porque se ha autoexpulsado al vérsele demasiado el plumero. Tras debutar hace casi un cuarto de siglo con la sobrevaloradísima Sexo, mentiras, y cintas de video, Soderbergh jugó muy bien sus cartas para venderse como un alma en pena indie atrapada en un cuerpo hollywoodense. Pero sus últimos filmes, como son Contagion, Magic Mike y Efectos secundarios, que sigue en cartel y vi hace una semana, han demostrado que el rey está desnudo, y que su estilo pretendidamente “moerno” no tapa unas tramas de lo más convencionales que podían haber firmado cualquier asalariado de los estudios. No es sorprendente que haya anunciado su retirada del cine, como un timador que ya sabe que su público lo ha calado demasiado y tiene que levantar el vuelo.



La trayectoria final de Bigas Luna se parecía más a la de Soderbergh que la de Van Sant. Su última gran película fue La camarera del Titanic en 1997, que sufrió el tener que ir en la estela del colosal Titanic de James Cameron. Una sorprendente filigrana sobre la verdad y la mentira, sobre la necesidad de mitos y de la reescritura mejorada de la propia existencia. A partir de ahí, el vacío. Tal vez es que Bigas Luna nunca se tomó demasiado en serio el cine entre sus muchos intereses. Yo siempre me malicié que en el fondo de su carrera acechaba su primitiva vocación de diseñador industrial e interiorista, que acabó comiéndoselo. Antes de empezar a rodar sus primeras obras, ganó algunos premios en estos cometidos. Y ya se sabe que en el fondo, para este sector de profesionales no importa tanto el contenido que como se presente éste ante el público. Así, el cineasta que hizo a finales de los 70 filmes tan radicales como Bilbao y Caniche, que aún asombran hoy en día por su osadía y por su capacidad de extraer de la sordidez humana más hiriente una forma de poesía fétida, acabó su carrera hace tres años con la banalidad de Didí Hollywood, donde la pericia técnica no enmascaraba el producto de diseño al servicio de alguien tan emblemático de los desnaturalizados tiempos que vivimos como Elsa Pataky. A lo mejor, sin pretenderlo, Bigas Luna –otro detalle de diseño publicitario firmar con sus apellidos como marca comercial- se convirtió en la metáfora de este torturado país llamado España. En la época de la Transición, radical y agresivo, al final integrado en el sistema potenciando a las Elsas Patakys de turno, de las que tanto abundan en nuestra vida nacional, y no sólo en el cine precisamente. O tal vez no sea una metáfora exacta del país, sino de la clase social que supo aprovechar aquellos años para medrar y convertirse en gente guapa, perdiendo todo contacto con la realidad.



A lo mejor el problema era que el cineasta había optado por ser un director “mediterráneo”, lo que nos lleva a un curioso problema reflexivo. Me pregunto por qué cuando se habla de la cultura del Mare Nostrum siempre se habla de la gastronomía, del sexo, del vino y las playas soleadas, y nunca de la tragedia griega, del fatalismo de unos pueblos tan acostumbrados a que la Historia les pase por encima que se lo echan todo a la espalda, etc. Pocos reparan en que esa presunta alegría de los pueblos mediterráneos enmascara una resignación existencial de primer orden. A lo mejor por esta identificación, el primer filme de Bigas fue Tatuaje, adaptación de la novela de otro que cayó en la etiquetita de creador “mediterráneo”, Vázquez Montalbán. Luego lo intentó mezclando comida y sexo en algunos de sus peores filmes, exceptuando Jamón, jamón, en el que además lanzó a la pareja Penélope Cruz-Javier Bardem. Bámbola y Son de mar, sobre la novela de Manuel Vicent, son sendos cantos a la anatomía de sus protagonistas femeninas, pero como películas son dos desastres. Hay que hacer especial hincapié en Las edades de Lulú, según la obra de Almudena Grandes. Y es que esta película de 1990 marca el camino de no retorno en la carrera de Bigas Luna. Es una pretendida y escandalosa película erótica que solo puede molestar a beatas sin remisión. Lo que era pura morbosidad en sus primeras obras aquí se convierte en puro sexo de diseño, sin alma. Es lo que abundaría en la obra del cineasta desde entonces, exceptuando La teta y la luna, Jamón, jamón y La camarera del Titanic (y siendo justos algunos pasajes de Yo soy la Juani). El resto es silencio. Y es curioso que Las edades de Lulú sea de 1990, como cerrando una década donde Bigas tuvo bastante intuición y ambición. Fueron los años de su apertura internacional rodando en inglés (con las interesantes Renacer y Angustia) o pudo mantener el espíritu de sus primeras obras con Lola. Fue como un señalado año puente en su carrera.



            Permítanme cerrar estas líneas con un recuerdo personal. Uno de los últimos trabajos de Bigas Luna fue encargarse del espectáculo de El Plata, mítico cabaret golfo zaragozano. Tras unos años cerrado se reabrió pero la contratación de nuestro desaparecido cineasta como director artístico demostraba en principio una ambición de no volver a los tiempos de las cupletistas buscándose pulgas. Mis buenos amigos de Zaragoza Marian y Manuel, a los que saludo porque seguramente están viendo este programa ahora, me llevaron. Fue una experiencia triste, además de que la cerveza estaba a 5’50 euracos. El espectáculo era una muestra del descafeinado concepto erótico tipo Las edades de Lulú, con bailarines y bailarinas carnaza de gimnasio y coreografías tipo José Luis Moreno, con letras trasnochadas (“fontanero, búscame el agujero”, etc.) y demás horrores. Lo peor era el público, lleno de pensionistas –dichosos ellos que gozan de pensiones- que debían a estas alturas hacer el primer acto trasgresor de sus vidas. No terminé de verlo, me fui en un descanso y pensando en la decadencia de Bigas Luna. Lástima que la muerte no le haya permitido dar un giro a su vida y reencontrarse con sus orígenes.


2 comentarios:

  1. No hay muerto malo, dicen, pero a mí nunca me gustó el estilo estético de este hombre.

    Entiéndanme, yo soy mucho más de José Luis Cuerda...

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  2. Pues la última de Cuerda, "Todo es silencio", es un desastre sin paliativos. Todos tienen su final, me temo.

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