Cuando peroré en su momento
en este blog sobre Lincoln, les decía
que la carrera de Spielberg parecía estar en retroceso. Esto se ha confirmado
en los Oscars. El genio de Cincinatti tuvo que sentir que la ceremonia le
transportaba a los tiempos de El color
púrpura, en los que la Academia le ponía la miel de cargarlo de
candidaturas y luego darle la hiel de un sopapo en toda la boca. Este año no ha
sido tan desastroso, las 12 candidaturas de Lincoln
al menos vieron reconocidos su dirección artística y al inconmensurable Daniel
Day-Lewis encarnando al mítico presidente estadounidense, verdadero valor y
punto débil del film. Spielberg era consciente de que el obsesivo actor
irlandés era el verdadero motor de la película y le cedía la cámara más veces
de lo necesario, ralentizando el ritmo narrativo y cediendo a la tentación de
la discursividad. Al menos debería estar alerta, ya que la buena marcha de Argo en los premios previos a los Oscars
fue más que una amenaza. Sin embargo, por una vez las candidaturas
californianas han logrado ser más marcianas que los de los Goya. ¿Cómo se
explica que Ben Affleck, que lo ha ganado todo como director, ni siquiera
estuviera en la terna finalista? Su plaza la usurpó Michael Haneke, que no iba
a ganar. Y es que al despiste de dejar al director de Argo fuera se une la fascinación de la Academia por Amor, otra muestra de debilidad de la
industria de Hollywood, que de nuevo ha tenido que cubrir candidaturas con una
obra europea. Amor no figuraba sólo
en Mejor Película en Lengua no Inglesa, que ganó de calle, sino que tenía otras
cuatro opciones. Pero hubiera sido el tercer año en que se podía impulsar un
film no estadounidense, tras El discurso
del rey y The Artist, y hasta ahí
podríamos llegar. Así que la marginación de Affleck es más sangrante si cabe. O
a lo mejor no. A lo mejor era otro sopapo a una mediocre actor que está demostrando
ser más listo de lo que se pensaba detrás de la cámara.
De todos modos, uno se
malicia de que la Academia apostaba a que Lincoln
iba a ser la ganadora. Si no ¿a qué venía el numerito final de Michelle Obama
leyendo el sobre? Hubiese sido perfecto, la First Lady dando el premio a un film
que habla del antecesor de su esposo que precisamente posibilitó que su raza
haya podido llegar a la Casa Blanca (no sabemos que pensara la First Lady de la
Mary Todd encarnada en el film de Spielberg por Sally Field, una mujer que no
soportó la presión de la presidencia y
cayó en serios problemas mentales). De todos modos, Argo era una buena opción para Michelle, pues habla de otra historia
americana. La gran diferencia entre la obra de Affleck y Lincoln es que la primera habla de la infrahistoria, la de una
disparatada operación de inteligencia que salió bien y que de paso limpia la
cara de la CIA, una agencia más conocida por sus fracasos y sus polémicas que
por sus éxitos. En cambio, Spielberg se centra en la “gran” historia, la que
está en los libros y se conmemora oficialmente. La ventaja es para Argo, pues puede usar las tácticas del
thriller entretenido frente a Lincoln
que es demasiado consciente de la grandeza de lo que cuenta y como hemos dicho
acaba cayendo en el envaramiento. Pero ambas comparten un fondo patriótico que
las hacía aptas para ser encumbradas por Michelle Obama.
Otras de las dos
finalistas también eran políticamente correctas. La vida de Pi, que le valió a Ang Lee su segundo Oscar como
director –pero de nuevo se quedó sin mejor película-, es ideal para élites
urbanas, lectores de Paulo Coelho y demás gurús de la espiritualidad New Age,
con su confuso discurso espiritualista de una persona que al final del film
descubrimos que se ha convertido en un burgués de clase media de manual -¿tanto
bote y tanto tigre para esto?-, es un film muy reconfortante. Pero el desafío
técnico es asombroso y su creativo uso del 3D hará historia, más allá de los
fuegos artificiales de Avatar. Y El lado bueno de las cosas es una
comedia de buen rollo que te cuenta lo de siempre pero con oropeles de historia
“moderna”. Le valió por fin el premio a
Jennifer Lawrence, joven actriz de gran proyección capaz de pasar por el cine
independiente de Winter’s Bone al
blockbuster de Los juegos del hambre
sin despeinarse. Con su caída incluida, Lawrence obtuvo un Oscar que llevaba
años rondándole, al igual que otra de las triunfadoras de la noche, Anne
Hathaway, que se lo llevó por aguantar una canción maravillosa en primer plano.
Esta juventud puso la frescura ante un buen puñado de actores veteranos. De los
20 intérpretes candidatos, 9 ya sabían lo que era ganar una estatuilla. Los dos
vencedores masculinos repitieron.
La caña hubiera sido
que Django desencadenado hubiese
ganado, y la First Lady hubiese tenido que lidiar con el film más macarra de
los favoritos, con una visión de la esclavitud que no tenía nada que ver con la
de Lincoln. Una vez más, Tarantino puso
la discordancia con su escéptica visión de la lucha racial, que aboga por
arreglar las cosas a tiros y no en el congreso de Washington. Es meritorio pues
sus dos galardones, al gran Christoph Waltz por su logorreíco cazarrecompensas
que domina el inglés mejor que los paletos sureños y a su guión. Un magnífico libreto
que contrastaba con el gran fallo que tenía el vencedor de Mejor Guión
Adaptado, Argo (ATENCIÓN, VIENE SPOILER). Y es que ¿por qué los iraníes del aeropuerto
no llaman directamente a la torre de control para parar el avión en vez de
correr tanto por los pasillos (FIN
SPOILER).
De todos modos, la
victoria de Argo demuestra la
debilidad del actual cine industrial hollywoodense. En otros tiempos, hubiese
sido un competente y vigoroso thriller, cine de género con estilo. Pero de ahí
a que sea la mejor película del año, es excesivo. Había otras propuestas más
arriesgadas que se han quedado fuera, más allá de potenciar a Haneke. Es el
caso de la sorprendente recreación del melodrama clásico hecha por Terence
Davies en The Deep Blue Sea, que es
capaz de hacer la difícil operación de mantener los estilemas propios del
género a la vez que los subvierte (Al menos, Rachel Weisz se merecía la
candidatura). O de otra película que también sabotea otro tipo de filmes, en
este caso los infantiles, como es la delicia de Moonrise Kingdom, del heterodoxo Wes Anderson. La candidatura a
guión original que mereció era tan lógica como insuficiente, pues debería haber
aspirado a más.
Esto dieron de sí los
Oscars 2012, entregados en 2013. Pero la presencia final de la First Lady tiene
otra lectura. Aquí algunos políticos y ciertos medios de comunicación de la
tienen jurada al cine español y allí se apoya al más alto nivel. ¿Se imaginan a
Doña Letizia dando el Goya a la Mejor Película? Ya que algunos admiran tanto al
país del dólar, deberían imitarlo también en esto.
Debo confesar que me gustan los Goya y los Oscars, y
no por ver quien lleva el escote más atrevido o el Armani mejor ajustado.
Tampoco creo que premien a lo mejor del año. Pero eso nos llevaría a un debate
teológico-bizantino sobre que es lo bueno, lo mejor y lo peor que está muy
lejos de mis intenciones. En realidad a estas galas repartidoras de estatuillas
se les pide lo que no se debe. Son premios de la industria, la española en el
caso de los Goya y la de Hollywood –o sea, LA industria- en los Oscars, y no
festivales. Se supone que a los que nos dedicamos a esta última rama se nos
pide ser más osados, más receptivos, con más reflejos para captar lo que está
empezando y a dónde va el futuro. Los premios industriales son más convencionales,
se recompensan a ellos mismos y a su capacidad de mantener la maquinaria
engrasada para llenas cines (bueno, eso cada vez menos). Es como un homenaje
que se pegan todos los años, como una fiesta de promoción anual pero abierta al
público merced a la omnipresente tele. En esa clave hay que entenderlas.
Y es un buen baremo para ver por dónde van los tiros
sobre lo que piensan los que organizan las galas. En los Goya la cosa es más
acusada. En Hollywood se pueden escapar algunos comentarios sobre el Tibet lo
más, pero el cine español es más sensible. Es de recordar la gala de hace 10 años,
la del “No a la guerra”, que granjeó al sector el odio más vesánico por parte
de la derecha y de sus adláteres de la comunicación, que desde entonces no le
dan tregua. Se olvidan de que Garci fue el ojito derecho de la lideresa
Aguirre, y que olvidando sus propias mamandurrias la extraña dimisionaria que
no aparece en los pápeles de Bárcenas le dio el oro y el moro público para sus
últimos filmes. Pero Garci hace tiempo que se peleó con la Academia y no se
señala, con lo que todo conforme. Hace una década nació el mito de los
titiriteros y demás, convenientemente jaleado por los anónimos comentaristas de
los periódicos, que cada vez que aparece una noticia sobre cine español le dan
caña. Por supuesto, eso dio morbo a la gala del 17 de febrero, pues tras la
tregua tácita del año pasado ante un gobierno que acababa de tomar posesión
como quien dice, este se preveía calentito tras el desastre en que ha caído el
país. Claro que la cuestión, que confieso no tengo clara, es si estas galas
deben se reivindicativas. Algunos se quejan de que por qué los del cine tienen
que erigirse en conciencias colectivas y líderes de opinión. Pero ¿No somos
nosotros los que lo hemos empujado a ello? ¿Resultan creíbles gente que
trabajan con sentimientos e ideas si fuera de los filmes no se mojan? Decía
Marlon Brando que le asombraba que le preguntasen constantemente por cuestiones
políticas y sociales, como si el fuese un experto… pero que más le asombraba
que siempre acababa respondiendo en vez de escaquearse. En el caso del cine
español, la reivindicación es un grito de supervivencia. Las medidas del
gobierno como el ivazo al 21% y una indisimulada hostilidad hacia los
peliculeros motivan la respuesta. Pero después de todo, ellos tienen un
escaparate para protestar en el sentido en que todos pensamos. ¿Cómo pueden
estos recortarnos y darnos lecciones cuando están liando la que están liando?
Es por ello de lamentar la extraña sombra que se
proyectó sobre la gala. Y manda carallo que n un país que acaba de pasar por
revelaciones sobrecogedoras se armará el confuso pifostio de los sobres, con el
garrafal fallo de abrir uno que no era en la categoría de canción, dejando en
la escalera a los desventurados raperos de Los
niños salvajes. No obstante, a lo largo de la noche hubo extrañas
duplicaciones de plicas, que confundieron a más de un presentador. De todos modos,
igual el mejor comentario al respecto de las reivindicaciones lo hicieron
Joaquín Reyes y sus cuates, con su humor postmoderno que puso en solfa todas
las protestas con sus absurdas peticiones, que de paso dieron el momento más
divertido de la noche. Hasta entonces, la postura oficial de la gala era el
sopapo en guante de seda, de los textos de Eva Hache y las apariciones de los
presentadores, junto con el mesurado discurso del presidente de la Academia. La
nota más radical la pusieron espontáneos como Candela Peña, sorpresiva ganadora
como Actriz de Reparto, o José Corbacho. Ambos parecían que el ministro Wert les
había matado a su madre, por lo menos.
En cuanto al cine en
sí, la Academia tuvo unas nominaciones salomónicas. Estaba el film más artístico
del año –Blancanieves, con su
relectura del cuento en una España cañí y final perverso-, el fenómeno que ha
devuelto la fe en el potencial industrial del cine español- Lo imposible-, el veterano de toda la
vida que tiene su lugar en el sol en la gala –El artista y la modelo. Aquí hay que hacer una parada. Se fue de
vacío porque se ve que la Academia este año cumplía la cuota de veteranos con
Pepe Sacristán y Concha Velasco. Y el otro gran veterano del 2012, Cuerda, ha
hecho un film desastroso. Que fuese candidato su guión era un despropósito- y
una película que ha hecho buena taquilla y ha conseguido el reconocimiento
crítico como es la andaluza Grupo 7.
El lobby andaluz, por mucho que fuesen gente de la Junta a hacerse la foto, no
debe ser tan fuerte como el madrileño o el catalán, así que el reconocimiento a
sus dos actores es muy meritorio. Era lógica la victoria de Berger y su
revisión del cuento, aunque la Academia prefirió reconocer a J. Bayona –así
estuvieron llamándolo toda la noche- como director por su gran esfuerzo al
manejar el artefacto de Lo imposible. Entre ellos estuvieron los premios, con la
excepción de Candela Peña en Una pistola
en cada mano, para muchos una de las grandes ausentes del año. Y el
galardón como Mejor Director Novel a Enrique Gato, director del film de animación
sobre Tadeo Jones, mostró una apertura de miras con cierto tono de prospectiva
de mercados. Según cuentan los que saben, la animación va a ser la gran burbuja
cinematográfica del futuro.
Entre las imágenes de
la gala, Concha Velasco aceptando el premio con una parte del monólogo que está
haciendo en teatro. Bayona dándole el premio a María Belón, protagonista
verdadera de la historia de Lo imposible.
La histeria de Macarena García y del protagonista de Juan de los muertos, que por poco se convierte allí mismo en un
zombie de los de su película. La defensa del cine comercial por parte de
Bayona. Y una especial para el que suscribe. La victoria del amigo Sergio
Oksman, alcancero de pro (jurado en 2007, ganador por Notas sobre el otro en 2008, mención especial en 2012 por Una historia para los Modlins) como
mejor corto documental por su recreación de la historia de Elmer Modlin y su familia.
Uno de estos momentos que justifica muchas cosas. Su victoria es aún más
meritoria porque en la categoría de documental suelen ganar filmes mediocres y
con tramas muy accesibles. Una historia
para los Modlins es un documental de los llamados de creación, que no
suelen figurar en los Goya. Lástima que no lo hiciera en largo el multipremiado
Mapa, de León Siminiani, ni tampoco
el gaditano José Manuel Serrano Cueto con su visión de los viejos actores de
reparto en Contra el tiempo. Aquí si
ganaron los viejos Goya y se impuso el nombre de Javier Bardem y su cansina,
hay que decirlo, reivindicación de la cuestión saharaui. Pero algo se está
moviendo en la Academia, a ver si sigue la racha. Y lo siento, pero me
alegró de la derrota del clan León, que como se descuiden se van a convertir en
el reverso tenebroso de los Bardem. No hubiese sido de recibo premiar esta
especie de homenaje apologético del canismo que es Carmina o revienta, que pasará a la historia por haber
revolucionado el sistema de exhibición más que por sus escasos valores
cinematográficos. Que metan en el mismo saco de un hipotético repunte del cine
andaluz con un trabajo tan serio como Grupo
7 es un sarcasmo.
Bienvenidos a un post
más de And the Winter is Coming. Pero
antes de leerlo unas palabras de su inspirador.
Le tengo una especial
simpatía a Alfred Hitchcock, y no sólo por la inmensa calidad de su obra, una
de las más eficaces de la Historia del Cine. Hubo un momento en los años 40 en
que Sir Alfred metió la directa y salió por prácticamente a obra maestra por
película, con muy pocos bajones. Verán, todo cinéfilo tiene en su carrera
espectadora una especie de epifanía en la que se da cuenta que las películas
con algo más que entretenimiento, que son una forma de arte. Por ejemplo, en su
divertido Diccionario de cine
Fernando Trueba confiesa que en su caso fue Ariane
de Billy Wilder, y eso que no es de las mejores obras del maestro vienés. El
adolescente Trueba se dio cuenta que en aquellos diálogos, en aquella
planificación, había una inteligencia y una construcción que merecía la pena
indagar. Así que no salió del cine y se quedó a la siguiente sesión para
estudiarlo. En mi caso el que me quitó la inocencia cinéfila fue Hitchcock. En
su momento, sus herederos liberaron cinco películas que el genio británico había
retenido. Entre ellas, La ventana
indiscreta, la segunda versión de El
hombre que sabía demasiado y sobre todo, esa obra maestra del romanticismo
gótico que es Vértigo. Seguramente
fue el film más personal de Sir Alfred, y su mala recepción a finales de los
años 50 le llevó a autosecuestrarlo y a que durante muchos años no pudiera
verse. En los primeros 80 aún
funcionaban los cine clubs y el de Cádiz hizo un maratón proyectando los cinco
filmes seguidos (los otros dos eran esa incomprendida obra maestra del humor
negro que es Pero… ¿Quién mató a Harry?
y el reto técnico de La soga). Pues
bien, fue Vértigo la que me dejo KO,
la que me demostró que más allá de la diversión el cine podía ser un vehículo
para llegar a terrenos emocionales más profundos que disfrutar de una buena
carga de caballería. Creo que mi carrera de crítico empezó sin saberlo ese día,
pues a la gente con la que iba no le gustó nada y yo la defendí. Descubrí así
la soledad del analista, luchando contra la opinión general.
De hecho, ese memorable
maratón hizo que me comprase mis dos primeros libros sobre cine. Por supuesto,
sobre Hitchcock. En esos días salió la primera edición española de la polémica
biografía que le dedicó Donald Spoto y lo consideré una señal del destino. Y también
me hice con la clásica entrevista que le hizo François Truffaut, considerado un
libro señero. Visto con la perspectiva del tiempo, este segundo trabajo es una
obra maestra más del mago del suspense, pues Sir Alfred maneja en él a su
colega francés como si fuese el público de uno de sus films, llevándolo por
donde quiere. Hitchcock hace una grandiosa maniobra de distracción alejando a
Truffaut de los aspectos más personales e inquietantes de su persona y obra. A
eso ayuda la posición del cinéfilo representante de la Nouvelle Vague, que no deja de perder en todo momento la posición
de un joven Padawan ante su maestro Jedi. El momento más divertido del libro es
aquel único en que Truffaut se permite enmendarle
la plana a Hitchcock, cuando le dice que hubiera sido mejor rodar algunas
escenas de Falso culpable cámara en
mano, “a la francesa”, para dar más verosimilitud al drama de Henry Fonda. Uno
casi puede oír la seca voz de Sir Alfred cuando responde “Pero usted que
pretende, ¿qué trabaje para las salas de arte?”. Truffaut no se debió dar cuenta de que esa
contestación incluía algo de desprecio para el renovador cine que se estaba
haciendo entonces en Europa (el libro es de los años 60), y volvió a su puesto
de rendido admirador.
Y eso que Hitch, como
se hacía llamar en la intimidad, le debía mucho a aquel apasionado francés y
sus colegas. Hasta que no llegaron ellos, la crítica no le tomó en serio como
creador artístico. Nadie le negaba su competencia como tecnócrata que era capaz
de montar espléndidos vehículos de entretenimiento, pero hasta ahí. Los popes
de la nueva crítica americana, encabezados por la temible Pauline Kael, le
negaron el pan y la sal. Fueron los europeos los que se dieron cuenta de lo que
había en realidad tras el despistante título de “maestro del suspense” Un auténtico
creador de formas, un director más inquieto de lo que parecía. Parte de la
culpa la tenía el propio Hitch, enmascarado tras su elegante traje de jefe de
ventas. Pero era de estos artistas que preferían que su obra hablase por él. Y
es que era muy íntima. Precisamente el libro de Spoto triunfa donde falla el de
Truffaut, en sacar todo lo que escondía su obra y su persona. Una psicología
torturada, infantilmente ególatra, perdido en ideales románticos que canalizaba
a través de sus rubias, Grace Kelly a la cabeza. Un romanticismo que se fue
oscureciendo a medida que envejecía y se hacía más osado y agresivo. Todo culminó
en el acoso a la que sometió a Tippi Hedren en los dos filmes que hicieron
juntos, que motivó su abandono del cine y sea conocida hoy en día como la
suegra de Antonio Banderas. Su imagen de cineasta exitoso y comercial sin duda
enmarañó ante muchos ojos la profundidad de su obra y que era más arriesgado de
lo que se pensaba. Es curioso que la Academia de Hollywood nunca le diese un
Oscar, a pesar de ser uno de los directores más rentables de la historia.
Parece que después de todo no se fiaban de que en el fondo fuese uno de los
suyos.
La radicalidad de Hitch se escondía en sus grandes
escenas donde manejaba la cámara y el montaje como nadie. Por ejemplo el famoso
movimiento de grúa de Encadenados, en
el que la toma pasaba majestuosa desde lo alto de una escalera en una fiesta a
las manos de Ingrid Bergman, que guardaban una llave clave en el misterio del
film. Para todos era un incontestable alarde técnico. Para los iniciados, una
forma de decir algo que marcó todo su cine, como era lo que se esconde bajo los
oropeles de la realidad social. En la primera parte de su carrera, estas
escenas ofrecían al mejor Hitchcock, que curiosamente se diluía algo cuando
afrontaba abiertamente un desafío fílmico. Es el caso de La soga, rodada en un plano único –aunque con trucos, pues la
tecnología de la época no permitía hacer hora y media del tirón- o Crimen
perfecto, prácticamente un teatro filmado. Pero en su madurez creativa, supo
armonizar sus obsesiones con hacer grandes y desafiantes filmes concebidos como
un proyecto global. Así, en Falso culpable
administró admirablemente una auténtica pesadilla kafkiana que es uno de las
mejores películas de terror de todos los tiempos, con ese pobre hombre común
atrapado en la maraña burocrática de una confusión policial. Además, demostró
que podía asimilar las nuevas técnicas de rodaje más realistas del momento, por
mucho que no lo captase Truffaut. Luego vino Vértigo, un fracaso en toda regla que le llevó a hacer lo que se
entendía por un film de Hitchcock para recuperar el crédito ante la industria,
un brillantísimo thriller de aventuras. Pero Hitch ya estaba en otros
parámetros, y se metió en el berenjenal de Psicosis.
A todos les chocó este
nuevo proyecto. Iba a ser en blanco y negro, filmado con equipos de televisión
y a excepción de Janet Leigh, sin grandes estrellas. Adaptaba una novela de
Robert Bloch inspirada en el estremecedor caso de Ed Gein, un granjero de
Wisconsin dominado en su delirio por la figura muerta de su madre que se
convirtió en un despiadado asesino en serie. Gein fue el modelo de bastantes
criminales de ficción, desde Norman Bates hasta el Buffalo Bill de El silencio de los corderos. El libro de
Bloch tiene mala prensa sobre todo desde que en el citado libro de entrevistas
Truffaut la condenó como “novela tramposa” y ha influido mucho en su recepción
posterior, pero es un thriller bastante eficaz. Los estudios no creían en el
proyecto de Hitch y éste tuvo que producírselo todo. Además de un pingüe
negocio –Psicosis costó unos 800.000
dólares y recaudó unos 50 millonacos- el director se garantizó así poder
rodarla como le vino en gana. Su experiencia en economizar rodajes gracias a los
episodios televisivos que filmó en los años 50 le permitió hacer un trabajo
rápido y directo. Aumentó el grado de intensidad sexual –los sujetadores de
Janet Leigh y sus apasionadas carantoñas con su amante en la escena inicial- y
de violencia –la escena de la ducha, el apuñalamiento de Arbogast en la
escalera- hasta entonces inéditos en una producción standard de Hollywood. Aunque
curiosamente lo que a la oficina de censura le trajo de cabeza fue la
exhibición de urinarios en la película. Psicosis
además rompió moldes en estructura. Es un film que cambia tres veces de
dirección. Empieza siendo la historia de una chica que tiene un siroco y roba
varios miles de dólares de su empresa para poder irse con el hombre que ama, y
cuando estamos metidos en ella, una madre posesiva la mata dejándonos
narrativamente en el aire. Así pasamos a la trama de un pobre chico dominado
por su progenitora, hasta que alguien dice que la señora Bates lleva tiempo
bajo tierra. ¿Y a qué nos agarramos los espectadores ahora? Psicosis fue también innovadora en su
campaña comercial. Mucho antes que Santiago Segura y sus camisetas, Hitch sabía
montar campañas promocionales unipersonales. En el film que nos ocupa se inventó
entre otras lindezas que la gente no llegase tarde a los pases, no fuera a ser
que no vieran la parte de Marion y no se enterasen de nada luego. Claro que
como ocurre en toda la obra de Hitch, los niveles de significación eran más
profundos. Spoto la calificó de “grito asesino”. Cumplidos los 60 años, la sombría
psique del cineasta se volvía más tenebrosa. Defraudado por sus rubias, ya no
las amaba a distancia, ahora las sacaba de sus filmes a la media hora mediante
el rudo expediente de filetearlas en una ducha. Es significativo que Sir Alfred
siempre dijo que lo que le atrajo del libro de Bloch era el inesperado
asesinato de Marion. El camino al mobbing de la desventurada Tippi Hedren
estaba abierto. En cualquier caso, a nadie se le escapaba el letal cóctel de Psicosis:
psicopatía, amantes furtivos muy lejos del matrimonio, necrofilia, voyeurismo,
en unos apretados y densos 108 minutos.
La historia del rodaje
de Psicosis ha sido recuperada ahora
por el film de Joseph Gervasi, que se llama como su director, Hitchcock. Intenta ir más allá de una
historia cinéfila, ya que se centra en uno de los aspectos más desconocidos de
Hitch: su relación con su esposa Alma Reville. Para algunos, era una bruja castradora,
que tenía a su esposo domado y vigilaba a sus actrices. Esta teoría ha
enmascarado durante mucho tiempo su verdadero papel de esposa, secretaria y
jefa de estado mayor del trabajo de Hitch, con notables contribuciones
creativas. La película pone esto en su sitio. En Psicosis, Alma entre otras cosas fue la que contribuyó a la
contratación de Anthony Perkins como Norman o a que Marion muriese en el primer
tercio del metraje, no a la mitad como pensaba el director. Y a que Sir Alfred
aceptase la acuchillante música que el gran Bernard Hermann compuso para la
escena de la ducha, ya que la primera idea es que fuese sin acompañamiento de
la banda sonora. Alma y Hitch estaban tan imbricados que nacieron con un día de
diferencia, aunque ella le sobrevivió dos años. Se conocieron en los años 20,
cuando Hitch despegaba y ella ya era una temprana y cotizada montadora. También
ella pulió el montaje de Psicosis
tras una primera versión que no funcionó.
Desde este punto de
vista, bien por Hitchcock. Desde
otra, no tanto. Se echa de menos más osadía a la hora de afrontar el lado
oscuro del maestro del suspense, más allá de las fallidas escenas de las
fantasías en que habla con Ed Gein o del buen momento en que ensaya la escena de
la ducha haciendo de Norman-Señora Bates y apuñalando con saña a Scarlett
Johansson como Janet Leigh. Otros detalles, como que el cineasta tenía agujeros
en las paredes como Norman en su motel para espiar, no se explotan. Y tampoco
funciona la oscilación entre el drama doméstico entre los Hitchcock y el
carácter sombrío de él. Además, las resoluciones son bastante pacatas y
moralizantes, increíbles en los que sepan la trayectoria psicológica del Hitch
posterior. Es muy decepcionante, digno de culebrón maluno, como se desenlaza la
relación de Alma con el escritor Whitfield Cook, con el que algunas fuentes
aseguran que tuvo un romance. Las interpretaciones son otro error. Además de
que el Hitchcock de Anthony Hopkins parece una celebrity de Joaquín Reyes, el
actor británico lo encarna con los referentes que tiene, que son las
apariciones públicas del cineasta o sus presentaciones televisivas. Uno cree
que en la vida privada Sir Alfred debía ser algo distinto a su personaje, con
lo que resulta bastante estereotipado. Problema que se traspasa a James D’Arcy
como Anthony Perkins. Una cosa es que este actor diese vida a Norman Bates y
otra cosa es que lo fuera. Aunque lo peor es poner a la débil Jessica Biel como
una improbable Vera Miles. Los que ganan son Scarlett Johansson, que compone
una Janet Leigh creíble y cercana, y la gran Helen Mirren como Alma, que usa la
ventaja de que apenas hay registros de la esposa de Hitch, lo que debe haberle
dado más libertad para afrontarla.
A pesar de que este Hitchcock queda muy por debajo de lo que
promete, aisladamente tiene momentos espléndidos, que hacen añorar lo que podía
haber sido este film. El mejor es aquel en que Hitch empieza a dirigir como un
director de orquesta al primer público que se enfrenta a Psicosis. Desde fuera de la sala, sus gritos le demuestran que cada
“instrumento” ha entrado en el lugar previsto. Un gran reconocimiento al que quizá
haya sabido mejor que nadie armonizar arte y gusto popular.