lunes, 25 de febrero de 2013

Los Oscars y la Primera Dama




Cuando peroré en su momento en este blog sobre Lincoln, les decía que la carrera de Spielberg parecía estar en retroceso. Esto se ha confirmado en los Oscars. El genio de Cincinatti tuvo que sentir que la ceremonia le transportaba a los tiempos de El color púrpura, en los que la Academia le ponía la miel de cargarlo de candidaturas y luego darle la hiel de un sopapo en toda la boca. Este año no ha sido tan desastroso, las 12 candidaturas de Lincoln al menos vieron reconocidos su dirección artística y al inconmensurable Daniel Day-Lewis encarnando al mítico presidente estadounidense, verdadero valor y punto débil del film. Spielberg era consciente de que el obsesivo actor irlandés era el verdadero motor de la película y le cedía la cámara más veces de lo necesario, ralentizando el ritmo narrativo y cediendo a la tentación de la discursividad. Al menos debería estar alerta, ya que la buena marcha de Argo en los premios previos a los Oscars fue más que una amenaza. Sin embargo, por una vez las candidaturas californianas han logrado ser más marcianas que los de los Goya. ¿Cómo se explica que Ben Affleck, que lo ha ganado todo como director, ni siquiera estuviera en la terna finalista? Su plaza la usurpó Michael Haneke, que no iba a ganar. Y es que al despiste de dejar al director de Argo fuera se une la fascinación de la Academia por Amor, otra muestra de debilidad de la industria de Hollywood, que de nuevo ha tenido que cubrir candidaturas con una obra europea. Amor no figuraba sólo en Mejor Película en Lengua no Inglesa, que ganó de calle, sino que tenía otras cuatro opciones. Pero hubiera sido el tercer año en que se podía impulsar un film no estadounidense, tras El discurso del rey y The Artist, y hasta ahí podríamos llegar. Así que la marginación de Affleck es más sangrante si cabe. O a lo mejor no. A lo mejor era otro sopapo a una mediocre actor que está demostrando ser más listo de lo que se pensaba detrás de la cámara.

De todos modos, uno se malicia de que la Academia apostaba a que Lincoln iba a ser la ganadora. Si no ¿a qué venía el numerito final de Michelle Obama leyendo el sobre? Hubiese sido perfecto, la First Lady dando el premio a un film que habla del antecesor de su esposo que precisamente posibilitó que su raza haya podido llegar a la Casa Blanca (no sabemos que pensara la First Lady de la Mary Todd encarnada en el film de Spielberg por Sally Field, una mujer que no soportó la presión  de la presidencia y cayó en serios problemas mentales). De todos modos, Argo era una buena opción para Michelle, pues habla de otra historia americana. La gran diferencia entre la obra de Affleck y Lincoln es que la primera habla de la infrahistoria, la de una disparatada operación de inteligencia que salió bien y que de paso limpia la cara de la CIA, una agencia más conocida por sus fracasos y sus polémicas que por sus éxitos. En cambio, Spielberg se centra en la “gran” historia, la que está en los libros y se conmemora oficialmente. La ventaja es para Argo, pues puede usar las tácticas del thriller entretenido frente a Lincoln que es demasiado consciente de la grandeza de lo que cuenta y como hemos dicho acaba cayendo en el envaramiento. Pero ambas comparten un fondo patriótico que las hacía aptas para ser encumbradas por Michelle Obama.



Otras de las dos finalistas también eran políticamente correctas. La vida de Pi, que le valió a Ang Lee su segundo Oscar como director –pero de nuevo se quedó sin mejor película-, es ideal para élites urbanas, lectores de Paulo Coelho y demás gurús de la espiritualidad New Age, con su confuso discurso espiritualista de una persona que al final del film descubrimos que se ha convertido en un burgués de clase media de manual -¿tanto bote y tanto tigre para esto?-, es un film muy reconfortante. Pero el desafío técnico es asombroso y su creativo uso del 3D hará historia, más allá de los fuegos artificiales de Avatar. Y El lado bueno de las cosas es una comedia de buen rollo que te cuenta lo de siempre pero con oropeles de historia  “moderna”. Le valió por fin el premio a Jennifer Lawrence, joven actriz de gran proyección capaz de pasar por el cine independiente de Winter’s Bone al blockbuster de Los juegos del hambre sin despeinarse. Con su caída incluida, Lawrence obtuvo un Oscar que llevaba años rondándole, al igual que otra de las triunfadoras de la noche, Anne Hathaway, que se lo llevó por aguantar una canción maravillosa en primer plano. Esta juventud puso la frescura ante un buen puñado de actores veteranos. De los 20 intérpretes candidatos, 9 ya sabían lo que era ganar una estatuilla. Los dos vencedores masculinos repitieron.



La caña hubiera sido que Django desencadenado hubiese ganado, y la First Lady hubiese tenido que lidiar con el film más macarra de los favoritos, con una visión de la esclavitud que no tenía nada que ver con la de Lincoln. Una vez más, Tarantino puso la discordancia con su escéptica visión de la lucha racial, que aboga por arreglar las cosas a tiros y no en el congreso de Washington. Es meritorio pues sus dos galardones, al gran Christoph Waltz por su logorreíco cazarrecompensas que domina el inglés mejor que los paletos sureños y a su guión. Un magnífico libreto que contrastaba con el gran fallo que tenía el vencedor de Mejor Guión Adaptado, Argo (ATENCIÓN, VIENE SPOILER). Y es que ¿por qué los iraníes del aeropuerto no llaman directamente a la torre de control para parar el avión en vez de correr tanto por los pasillos (FIN SPOILER).

De todos modos, la victoria de Argo demuestra la debilidad del actual cine industrial hollywoodense. En otros tiempos, hubiese sido un competente y vigoroso thriller, cine de género con estilo. Pero de ahí a que sea la mejor película del año, es excesivo. Había otras propuestas más arriesgadas que se han quedado fuera, más allá de potenciar a Haneke. Es el caso de la sorprendente recreación del melodrama clásico hecha por Terence Davies en The Deep Blue Sea, que es capaz de hacer la difícil operación de mantener los estilemas propios del género a la vez que los subvierte (Al menos, Rachel Weisz se merecía la candidatura). O de otra película que también sabotea otro tipo de filmes, en este caso los infantiles, como es la delicia de Moonrise Kingdom, del heterodoxo Wes Anderson. La candidatura a guión original que mereció era tan lógica como insuficiente, pues debería haber aspirado a más.



Esto dieron de sí los Oscars 2012, entregados en 2013. Pero la presencia final de la First Lady tiene otra lectura. Aquí algunos políticos y ciertos medios de comunicación de la tienen jurada al cine español y allí se apoya al más alto nivel. ¿Se imaginan a Doña Letizia dando el Goya a la Mejor Película? Ya que algunos admiran tanto al país del dólar, deberían imitarlo también en esto.


lunes, 18 de febrero de 2013

Estampas goyescas 2013


   

             Debo confesar que me gustan los Goya y los Oscars, y no por ver quien lleva el escote más atrevido o el Armani mejor ajustado. Tampoco creo que premien a lo mejor del año. Pero eso nos llevaría a un debate teológico-bizantino sobre que es lo bueno, lo mejor y lo peor que está muy lejos de mis intenciones. En realidad a estas galas repartidoras de estatuillas se les pide lo que no se debe. Son premios de la industria, la española en el caso de los Goya y la de Hollywood –o sea, LA industria- en los Oscars, y no festivales. Se supone que a los que nos dedicamos a esta última rama se nos pide ser más osados, más receptivos, con más reflejos para captar lo que está empezando y a dónde va el futuro. Los premios industriales son más convencionales, se recompensan a ellos mismos y a su capacidad de mantener la maquinaria engrasada para llenas cines (bueno, eso cada vez menos). Es como un homenaje que se pegan todos los años, como una fiesta de promoción anual pero abierta al público merced a la omnipresente tele. En esa clave hay que entenderlas.

                Y es un buen baremo para ver por dónde van los tiros sobre lo que piensan los que organizan las galas. En los Goya la cosa es más acusada. En Hollywood se pueden escapar algunos comentarios sobre el Tibet lo más, pero el cine español es más sensible. Es de recordar la gala de hace 10 años, la del “No a la guerra”, que granjeó al sector el odio más vesánico por parte de la derecha y de sus adláteres de la comunicación, que desde entonces no le dan tregua. Se olvidan de que Garci fue el ojito derecho de la lideresa Aguirre, y que olvidando sus propias mamandurrias la extraña dimisionaria que no aparece en los pápeles de Bárcenas le dio el oro y el moro público para sus últimos filmes. Pero Garci hace tiempo que se peleó con la Academia y no se señala, con lo que todo conforme. Hace una década nació el mito de los titiriteros y demás, convenientemente jaleado por los anónimos comentaristas de los periódicos, que cada vez que aparece una noticia sobre cine español le dan caña. Por supuesto, eso dio morbo a la gala del 17 de febrero, pues tras la tregua tácita del año pasado ante un gobierno que acababa de tomar posesión como quien dice, este se preveía calentito tras el desastre en que ha caído el país. Claro que la cuestión, que confieso no tengo clara, es si estas galas deben se reivindicativas. Algunos se quejan de que por qué los del cine tienen que erigirse en conciencias colectivas y líderes de opinión. Pero ¿No somos nosotros los que lo hemos empujado a ello? ¿Resultan creíbles gente que trabajan con sentimientos e ideas si fuera de los filmes no se mojan? Decía Marlon Brando que le asombraba que le preguntasen constantemente por cuestiones políticas y sociales, como si el fuese un experto… pero que más le asombraba que siempre acababa respondiendo en vez de escaquearse. En el caso del cine español, la reivindicación es un grito de supervivencia. Las medidas del gobierno como el ivazo al 21% y una indisimulada hostilidad hacia los peliculeros motivan la respuesta. Pero después de todo, ellos tienen un escaparate para protestar en el sentido en que todos pensamos. ¿Cómo pueden estos recortarnos y darnos lecciones cuando están liando la que están liando?




                Es por ello de lamentar la extraña sombra que se proyectó sobre la gala. Y manda carallo que n un país que acaba de pasar por revelaciones sobrecogedoras se armará el confuso pifostio de los sobres, con el garrafal fallo de abrir uno que no era en la categoría de canción, dejando en la escalera a los desventurados raperos de Los niños salvajes. No obstante, a lo largo de la noche hubo extrañas duplicaciones de plicas, que confundieron a más de un presentador. De todos modos, igual el mejor comentario al respecto de las reivindicaciones lo hicieron Joaquín Reyes y sus cuates, con su humor postmoderno que puso en solfa todas las protestas con sus absurdas peticiones, que de paso dieron el momento más divertido de la noche. Hasta entonces, la postura oficial de la gala era el sopapo en guante de seda, de los textos de Eva Hache y las apariciones de los presentadores, junto con el mesurado discurso del presidente de la Academia. La nota más radical la pusieron espontáneos como Candela Peña, sorpresiva ganadora como Actriz de Reparto, o José Corbacho. Ambos parecían que el ministro Wert les había matado a su madre, por lo menos.



En cuanto al cine en sí, la Academia tuvo unas nominaciones salomónicas. Estaba el film más artístico del año –Blancanieves, con su relectura del cuento en una España cañí y final perverso-, el fenómeno que ha devuelto la fe en el potencial industrial del cine español- Lo imposible-, el veterano de toda la vida que tiene su lugar en el sol en la gala –El artista y la modelo. Aquí hay que hacer una parada. Se fue de vacío porque se ve que la Academia este año cumplía la cuota de veteranos con Pepe Sacristán y Concha Velasco. Y el otro gran veterano del 2012, Cuerda, ha hecho un film desastroso. Que fuese candidato su guión era un despropósito- y una película que ha hecho buena taquilla y ha conseguido el reconocimiento crítico como es la andaluza Grupo 7. El lobby andaluz, por mucho que fuesen gente de la Junta a hacerse la foto, no debe ser tan fuerte como el madrileño o el catalán, así que el reconocimiento a sus dos actores es muy meritorio. Era lógica la victoria de Berger y su revisión del cuento, aunque la Academia prefirió reconocer a J. Bayona –así estuvieron llamándolo toda la noche- como director por su gran esfuerzo al manejar el artefacto de Lo imposible.  Entre ellos estuvieron los premios, con la excepción de Candela Peña en Una pistola en cada mano, para muchos una de las grandes ausentes del año. Y el galardón como Mejor Director Novel a Enrique Gato, director del film de animación sobre Tadeo Jones, mostró una apertura de miras con cierto tono de prospectiva de mercados. Según cuentan los que saben, la animación va a ser la gran burbuja cinematográfica del futuro.

Entre las imágenes de la gala, Concha Velasco aceptando el premio con una parte del monólogo que está haciendo en teatro. Bayona dándole el premio a María Belón, protagonista verdadera de la historia de Lo imposible. La histeria de Macarena García y del protagonista de Juan de los muertos, que por poco se convierte allí mismo en un zombie de los de su película. La defensa del cine comercial por parte de Bayona. Y una especial para el que suscribe. La victoria del amigo Sergio Oksman, alcancero de pro (jurado en 2007, ganador por Notas sobre el otro en 2008, mención especial en 2012 por Una historia para los Modlins) como mejor corto documental por su recreación de la historia de Elmer Modlin y su familia. Uno de estos momentos que justifica muchas cosas. Su victoria es aún más meritoria porque en la categoría de documental suelen ganar filmes mediocres y con tramas muy accesibles. Una historia para los Modlins es un documental de los llamados de creación, que no suelen figurar en los Goya. Lástima que no lo hiciera en largo el multipremiado Mapa, de León Siminiani, ni tampoco el gaditano José Manuel Serrano Cueto con su visión de los viejos actores de reparto en Contra el tiempo. Aquí si ganaron los viejos Goya y se impuso el nombre de Javier Bardem y su cansina, hay que decirlo, reivindicación de la cuestión saharaui. Pero algo se está moviendo en la Academia, a ver si sigue la racha. Y lo siento, pero me alegró de la derrota del clan León, que como se descuiden se van a convertir en el reverso tenebroso de los Bardem. No hubiese sido de recibo premiar esta especie de homenaje apologético del canismo que es Carmina o revienta, que pasará a la historia por haber revolucionado el sistema de exhibición más que por sus escasos valores cinematográficos. Que metan en el mismo saco de un hipotético repunte del cine andaluz con un trabajo tan serio como Grupo 7  es un sarcasmo.


sábado, 9 de febrero de 2013

Ese señor del traje


Bienvenidos a un post más de And the Winter is Coming. Pero antes de leerlo unas palabras de su inspirador.



Le tengo una especial simpatía a Alfred Hitchcock, y no sólo por la inmensa calidad de su obra, una de las más eficaces de la Historia del Cine. Hubo un momento en los años 40 en que Sir Alfred metió la directa y salió por prácticamente a obra maestra por película, con muy pocos bajones. Verán, todo cinéfilo tiene en su carrera espectadora una especie de epifanía en la que se da cuenta que las películas con algo más que entretenimiento, que son una forma de arte. Por ejemplo, en su divertido Diccionario de cine Fernando Trueba confiesa que en su caso fue Ariane de Billy Wilder, y eso que no es de las mejores obras del maestro vienés. El adolescente Trueba se dio cuenta que en aquellos diálogos, en aquella planificación, había una inteligencia y una construcción que merecía la pena indagar. Así que no salió del cine y se quedó a la siguiente sesión para estudiarlo. En mi caso el que me quitó la inocencia cinéfila fue Hitchcock. En su momento, sus herederos liberaron cinco películas que el genio británico había retenido. Entre ellas, La ventana indiscreta, la segunda versión de El hombre que sabía demasiado y sobre todo, esa obra maestra del romanticismo gótico que es Vértigo. Seguramente fue el film más personal de Sir Alfred, y su mala recepción a finales de los años 50 le llevó a autosecuestrarlo y a que durante muchos años no pudiera verse. En los primeros 80  aún funcionaban los cine clubs y el de Cádiz hizo un maratón proyectando los cinco filmes seguidos (los otros dos eran esa incomprendida obra maestra del humor negro que es Pero… ¿Quién mató a Harry? y el reto técnico de La soga). Pues bien, fue Vértigo la que me dejo KO, la que me demostró que más allá de la diversión el cine podía ser un vehículo para llegar a terrenos emocionales más profundos que disfrutar de una buena carga de caballería. Creo que mi carrera de crítico empezó sin saberlo ese día, pues a la gente con la que iba no le gustó nada y yo la defendí. Descubrí así la soledad del analista, luchando contra la opinión general.



De hecho, ese memorable maratón hizo que me comprase mis dos primeros libros sobre cine. Por supuesto, sobre Hitchcock. En esos días salió la primera edición española de la polémica biografía que le dedicó Donald Spoto y lo consideré una señal del destino. Y también me hice con la clásica entrevista que le hizo François Truffaut, considerado un libro señero. Visto con la perspectiva del tiempo, este segundo trabajo es una obra maestra más del mago del suspense, pues Sir Alfred maneja en él a su colega francés como si fuese el público de uno de sus films, llevándolo por donde quiere. Hitchcock hace una grandiosa maniobra de distracción alejando a Truffaut de los aspectos más personales e inquietantes de su persona y obra. A eso ayuda la posición del cinéfilo representante de la Nouvelle Vague, que no deja de perder en todo momento la posición de un joven Padawan ante su maestro Jedi. El momento más divertido del libro es aquel único  en que Truffaut se permite enmendarle la plana a Hitchcock, cuando le dice que hubiera sido mejor rodar algunas escenas de Falso culpable cámara en mano, “a la francesa”, para dar más verosimilitud al drama de Henry Fonda. Uno casi puede oír la seca voz de Sir Alfred cuando responde “Pero usted que pretende, ¿qué trabaje para las salas de arte?”.  Truffaut no se debió dar cuenta de que esa contestación incluía algo de desprecio para el renovador cine que se estaba haciendo entonces en Europa (el libro es de los años 60), y volvió a su puesto de rendido admirador.

Y eso que Hitch, como se hacía llamar en la intimidad, le debía mucho a aquel apasionado francés y sus colegas. Hasta que no llegaron ellos, la crítica no le tomó en serio como creador artístico. Nadie le negaba su competencia como tecnócrata que era capaz de montar espléndidos vehículos de entretenimiento, pero hasta ahí. Los popes de la nueva crítica americana, encabezados por la temible Pauline Kael, le negaron el pan y la sal. Fueron los europeos los que se dieron cuenta de lo que había en realidad tras el despistante título de “maestro del suspense” Un auténtico creador de formas, un director más inquieto de lo que parecía. Parte de la culpa la tenía el propio Hitch, enmascarado tras su elegante traje de jefe de ventas. Pero era de estos artistas que preferían que su obra hablase por él. Y es que era muy íntima. Precisamente el libro de Spoto triunfa donde falla el de Truffaut, en sacar todo lo que escondía su obra y su persona. Una psicología torturada, infantilmente ególatra, perdido en ideales románticos que canalizaba a través de sus rubias, Grace Kelly a la cabeza. Un romanticismo que se fue oscureciendo a medida que envejecía y se hacía más osado y agresivo. Todo culminó en el acoso a la que sometió a Tippi Hedren en los dos filmes que hicieron juntos, que motivó su abandono del cine y sea conocida hoy en día como la suegra de Antonio Banderas. Su imagen de cineasta exitoso y comercial sin duda enmarañó ante muchos ojos la profundidad de su obra y que era más arriesgado de lo que se pensaba. Es curioso que la Academia de Hollywood nunca le diese un Oscar, a pesar de ser uno de los directores más rentables de la historia. Parece que después de todo no se fiaban de que en el fondo fuese uno de los suyos.


La radicalidad de Hitch se escondía en sus grandes escenas donde manejaba la cámara y el montaje como nadie. Por ejemplo el famoso movimiento de grúa de Encadenados, en el que la toma pasaba majestuosa desde lo alto de una escalera en una fiesta a las manos de Ingrid Bergman, que guardaban una llave clave en el misterio del film. Para todos era un incontestable alarde técnico. Para los iniciados, una forma de decir algo que marcó todo su cine, como era lo que se esconde bajo los oropeles de la realidad social. En la primera parte de su carrera, estas escenas ofrecían al mejor Hitchcock, que curiosamente se diluía algo cuando afrontaba abiertamente un desafío fílmico. Es el caso de La soga, rodada en un plano único –aunque con trucos, pues la tecnología de la época no permitía hacer hora y media del tirón- o  Crimen perfecto, prácticamente un teatro filmado. Pero en su madurez creativa, supo armonizar sus obsesiones con hacer grandes y desafiantes filmes concebidos como un proyecto global. Así, en Falso culpable administró admirablemente una auténtica pesadilla kafkiana que es uno de las mejores películas de terror de todos los tiempos, con ese pobre hombre común atrapado en la maraña burocrática de una confusión policial. Además, demostró que podía asimilar las nuevas técnicas de rodaje más realistas del momento, por mucho que no lo captase Truffaut. Luego vino Vértigo, un fracaso en toda regla que le llevó a hacer lo que se entendía por un film de Hitchcock para recuperar el crédito ante la industria, un brillantísimo thriller de aventuras. Pero Hitch ya estaba en otros parámetros, y se metió en el berenjenal de Psicosis.





A todos les chocó este nuevo proyecto. Iba a ser en blanco y negro, filmado con equipos de televisión y a excepción de Janet Leigh, sin grandes estrellas. Adaptaba una novela de Robert Bloch inspirada en el estremecedor caso de Ed Gein, un granjero de Wisconsin dominado en su delirio por la figura muerta de su madre que se convirtió en un despiadado asesino en serie. Gein fue el modelo de bastantes criminales de ficción, desde Norman Bates hasta el Buffalo Bill de El silencio de los corderos. El libro de Bloch tiene mala prensa sobre todo desde que en el citado libro de entrevistas Truffaut la condenó como “novela tramposa” y ha influido mucho en su recepción posterior, pero es un thriller bastante eficaz. Los estudios no creían en el proyecto de Hitch y éste tuvo que producírselo todo. Además de un pingüe negocio –Psicosis costó unos 800.000 dólares y recaudó unos 50 millonacos- el director se garantizó así poder rodarla como le vino en gana. Su experiencia en economizar rodajes gracias a los episodios televisivos que filmó en los años 50 le permitió hacer un trabajo rápido y directo. Aumentó el grado de intensidad sexual –los sujetadores de Janet Leigh y sus apasionadas carantoñas con su amante en la escena inicial- y de violencia –la escena de la ducha, el apuñalamiento de Arbogast en la escalera- hasta entonces inéditos en una producción standard de Hollywood. Aunque curiosamente lo que a la oficina de censura le trajo de cabeza fue la exhibición de urinarios en la película. Psicosis además rompió moldes en estructura. Es un film que cambia tres veces de dirección. Empieza siendo la historia de una chica que tiene un siroco y roba varios miles de dólares de su empresa para poder irse con el hombre que ama, y cuando estamos metidos en ella, una madre posesiva la mata dejándonos narrativamente en el aire. Así pasamos a la trama de un pobre chico dominado por su progenitora, hasta que alguien dice que la señora Bates lleva tiempo bajo tierra. ¿Y a qué nos agarramos los espectadores ahora? Psicosis fue también innovadora en su campaña comercial. Mucho antes que Santiago Segura y sus camisetas, Hitch sabía montar campañas promocionales unipersonales. En el film que nos ocupa se inventó entre otras lindezas que la gente no llegase tarde a los pases, no fuera a ser que no vieran la parte de Marion y no se enterasen de nada luego. Claro que como ocurre en toda la obra de Hitch, los niveles de significación eran más profundos. Spoto la calificó de “grito asesino”. Cumplidos los 60 años, la sombría psique del cineasta se volvía más tenebrosa. Defraudado por sus rubias, ya no las amaba a distancia, ahora las sacaba de sus filmes a la media hora mediante el rudo expediente de filetearlas en una ducha. Es significativo que Sir Alfred siempre dijo que lo que le atrajo del libro de Bloch era el inesperado asesinato de Marion. El camino al mobbing de la desventurada Tippi Hedren estaba abierto. En cualquier caso, a nadie se le escapaba el letal cóctel de  Psicosis: psicopatía, amantes furtivos muy lejos del matrimonio, necrofilia, voyeurismo, en unos apretados y densos 108 minutos.






La historia del rodaje de Psicosis ha sido recuperada ahora por el film de Joseph Gervasi, que se llama como su director, Hitchcock. Intenta ir más allá de una historia cinéfila, ya que se centra en uno de los aspectos más desconocidos de Hitch: su relación con su esposa Alma Reville. Para algunos, era una bruja castradora, que tenía a su esposo domado y vigilaba a sus actrices. Esta teoría ha enmascarado durante mucho tiempo su verdadero papel de esposa, secretaria y jefa de estado mayor del trabajo de Hitch, con notables contribuciones creativas. La película pone esto en su sitio. En Psicosis, Alma entre otras cosas fue la que contribuyó a la contratación de Anthony Perkins como Norman o a que Marion muriese en el primer tercio del metraje, no a la mitad como pensaba el director. Y a que Sir Alfred aceptase la acuchillante música que el gran Bernard Hermann compuso para la escena de la ducha, ya que la primera idea es que fuese sin acompañamiento de la banda sonora. Alma y Hitch estaban tan imbricados que nacieron con un día de diferencia, aunque ella le sobrevivió dos años. Se conocieron en los años 20, cuando Hitch despegaba y ella ya era una temprana y cotizada montadora. También ella pulió el montaje de Psicosis tras una primera versión que no funcionó.


Desde este punto de vista, bien por Hitchcock. Desde otra, no tanto. Se echa de menos más osadía a la hora de afrontar el lado oscuro del maestro del suspense, más allá de las fallidas escenas de las fantasías en que habla con Ed Gein o del buen momento en que ensaya la escena de la ducha haciendo de Norman-Señora Bates y apuñalando con saña a Scarlett Johansson como Janet Leigh. Otros detalles, como que el cineasta tenía agujeros en las paredes como Norman en su motel para espiar, no se explotan. Y tampoco funciona la oscilación entre el drama doméstico entre los Hitchcock y el carácter sombrío de él. Además, las resoluciones son bastante pacatas y moralizantes, increíbles en los que sepan la trayectoria psicológica del Hitch posterior. Es muy decepcionante, digno de culebrón maluno, como se desenlaza la relación de Alma con el escritor Whitfield Cook, con el que algunas fuentes aseguran que tuvo un romance. Las interpretaciones son otro error. Además de que el Hitchcock de Anthony Hopkins parece una celebrity de Joaquín Reyes, el actor británico lo encarna con los referentes que tiene, que son las apariciones públicas del cineasta o sus presentaciones televisivas. Uno cree que en la vida privada Sir Alfred debía ser algo distinto a su personaje, con lo que resulta bastante estereotipado. Problema que se traspasa a James D’Arcy como Anthony Perkins. Una cosa es que este actor diese vida a Norman Bates y otra cosa es que lo fuera. Aunque lo peor es poner a la débil Jessica Biel como una improbable Vera Miles. Los que ganan son Scarlett Johansson, que compone una Janet Leigh creíble y cercana, y la gran Helen Mirren como Alma, que usa la ventaja de que apenas hay registros de la esposa de Hitch, lo que debe haberle dado más libertad para afrontarla.


A pesar de que este Hitchcock queda muy por debajo de lo que promete, aisladamente tiene momentos espléndidos, que hacen añorar lo que podía haber sido este film. El mejor es aquel en que Hitch empieza a dirigir como un director de orquesta al primer público que se enfrenta a Psicosis. Desde fuera de la sala, sus gritos le demuestran que cada “instrumento” ha entrado en el lugar previsto. Un gran reconocimiento al que quizá haya sabido mejor que nadie armonizar arte y gusto popular.