lunes, 18 de marzo de 2013

Los gitanos no quieren buenos principios




Cuando los críticos, estudiosos, aficionados y demás se enfrentan a las primeras obras de grandes talentos, hay varias formas de abordar el tema. Y es que los Orson Welles que debutan con Ciudadano Kane son excepción. Como en todos los órdenes de la vida, empezar en el arte es cuestión de ensayo-error hasta que cada cual halle su camino, y al principio abundan más los fallos que los aciertos. Al menos esto fue así un tiempo. Ahora, el cine está lleno de debutantes que planifican sus óperas primas como si fuesen el desembarco de Normandía con objeto de llamar la atención y colarse en las grandes ligas. Estos debuts llenos de intuiciones y búsquedas hacen que los grandes directores nos suenen más entrañables, y los veamos como gente cercana a nosotros, balbucientes y osados, buscando en su juventud caminos que a veces no se abren con la necesaria rapidez. Como todos en sus respectivos campos.

Viene todo lo anterior a cuenta de que acaba de salir en DVD la primera película de Stanley Kubrick, Fear and Desire, que durante décadas fue un mito. Imposible de ver, el futuro autor de una serie de obras maestras irrepetibles de la Historia del Cine renegó de ella. La filmó con 24 años, con más desfachatez que vergüenza. Tras una brillante carrera como fotógrafo de prensa y dos cortos documentales en su haber, se decidió a dar el salto al largometraje. El film se presupuestó en 10.000 escasos dólares aunque problemas de postproducción lo elevaron a 20.000. Kubrick sangró a su familia para financiarlo, en especial a un acaudalado tío suyo que tenía una próspera cadena de Drugstores. El equipo fueron 13 personas incluyendo a los actores y a tres mexicanos que hacían de mozos para llevar los bártulos. El director tuvo que tirar de amiguetes –ríanse ustedes de los de Santiago Segura-, como un colaborador suyo en su época de fotógrafo de la revista Life u otro ingeniero que estaba de vacaciones y se encargó de la parte eléctrica. El guión fue obra de Howard Sackler, un incipiente escritor compañero de clase de Kubrick en secundaria destinado a ganar el Pulitzer en 1968 con su novela La gran esperanza blanca. La entonces esposa del ambicioso director, Toba, ocupo el extraño cargo de “directora de diálogos”, como si Kubrick tuviese miedo de encargarse de la parte más teatral de su film. Hizo otras cosas, más o menos reconocidas, aunque las tensiones generadas por  Fear and Desire acabaron con su matrimonio, que ya estaba tocado. De los actores, sólo destacan Frank Silvera y Paul Mazursky, que con el tiempo llegaría a ser un destacado cineasta con títulos como Una mujer descasada, Harry y Tonto, Enemigos: una historia de amor  o Próxima parada: Greenwich Village, entre otras. Una vez terminado, el film lo distribuyó Joseph Burstyn, especializado en mover filmes de autor y europeos. Fue el que introdujo en Estados Unidos el Neorrealismo europeo. Burstyn merece una nota muy destacada en la Historia del Cine, pues cuando intentó distribuir en Nueva York Los siete pecados capitales, film colectivo italiano, vio como las autoridades del estado le denegaban la licencia de exhibición. La excusa es que el episodio de Roberto Rosellini, La envidia, era sacrílego. Burstyn recurrió a los tribunales y el caso llegó al Supremo de los Estados Unidos, que en una sentencia histórica amparó la exhibición del film y fue un gran impulso a la libertad de expresión en el arte cinematográfico, una batalla de la que los historiadores no se hacen mucho eco, pero fue crucial.



Burstyn estrenó en marzo de 1953 Fear and Desire, y hubo algunas reseñas entusiastas, como la del New York Times. Pero la película no tuvo repercusión, no hizo un duro y pronto salió del circuito. Y seguramente, de la Historia con mayúsculas de no haberse convertido su aguerrido director en quien fue. Y aquí nace la leyenda. Cuando Kubrick se convirtió en el gran Kubrick persiguió implacablemente su ópera prima, con el celo obsesivo que ponía en sus películas. Burstyn murió tempranamente poco después de presentar Fear and Desire y los derechos del film quedaron en el aire. Cada vez que Kubrick se enteraba de que una copia surgía de las nieblas del tiempo y salía al aire como el resto de un naufragio la compraba y la destruía. Tuvo la suerte de que una película tan minoritaria no se hubiese copiado mucho. A pesar de su fama de excéntrico, Kubrick siempre tuvo muy presente su imagen, y sabía que ese prematuro film dañaba mucho su reputación del “más grande de todos los tiempos”, como llegó a ser considerado. Alguien más relajado y con más sentido del humor podría haber soltado la mano en Fear and Desire y haberla presentado con ironía y como una baza, ya que demostraba como su director había evolucionado desde su ópera prima. Pero Kubrick no era así. Su control ajedrecístico de su vida y su obra –era muy bueno en el tablero de ajedrez. En sus precarios inicios se ganaba la vida jugando y en las pausas en los rodajes montaba partidas para relajarse- le impedía asumir ese fallo. Así que Fear and Desire fue una especie de santo grial, la ópera prima de un admirable cineasta que nadie podía ver y que dejaba incompleta una filmografía no demasiado extensa. Como suele ocurrir con las persecuciones y las prohibiciones, el interés por ver Fear and Desire aumentaba a cada nuevo libro sobre el cineasta que hablaba de su pequeño mito.



A pesar de la autopersecución kubrickiana, el film fue reapareciendo poco a poco, para suponemos amargar los últimos años de su director. A primeros de los años 90 se encontró un negativo en la casa Eastman, ya que era norma de la empresa quedarse con copias de los filmes que positivaban en sus laboratorios. A partir de ahí, se empezó a distribuir en algunos festivales y en algunos pases especiales. Kubrick, que al no tener ningún derecho legal sobre Fear and Desire no podía evitarlo, añadió más leña al fuego aireando una carta donde se disculpaba por el film, que lo único que consiguió fue  acrecentar el interés. Fue lo que le ocurrió a Paul Newman cuando una televisión emitió su primer trabajo como actor, un desastroso film bíblico llamado El cáliz de plata. También hizo una disculpa pública que consiguió que la película fuese récord de audiencia. El caso es que la ópera prima de Kubrick se vio en circuitos especializados hasta que en 2010 se encontró una nueva copia en un laboratorio de Puerto Rico. A raíz de ella se restauró digitalmente gracias a un programa de la Biblioteca del Congreso –las que habían circulado hasta entonces estaban muy deterioradas- y se ha editado en DVD, amén de pases en canales temáticos de las televisiones de pago. Sesenta años después de su realización, Fear and Desire ha dejado de ser un santo grial y ya es accesible, perdiendo su encanto mítico después de tanto tiempo.

Es el problema de enfrentarse ahora a este film, verlo de forma desapasionada. Más de medio siglo de leyendas sobre él pesan mucho. Pero más aún está presente todo lo que sabemos del Stanley Kubrick posterior. No es fácil ver Fear and Desire sabiendo lo mal que hablaba de él su propio padre. Pero mucho menos al tener en la cabeza títulos como Lolita, Teléfono rojo…, 2001 y demás maravillas. Así que invariablemente se cae en el “juego del director”, es decir, buscar en este largometraje los indicios de la futura carrera de su autor. Como intentar deducir lo que iba a ser la obra de Picasso a raíz de sus dibujos escolares. Cualquier perspectiva angulosa escrita al margen de un manual de matemáticas será vista como una precoz prueba del cubismo, en vez la temblorosa mano de un niño que no dominaba aún el medio. El problema es ver el arte como una cuestión teocrática, como si los grandes creadores fuesen desde el principio eternos, en vez de tomarlos como humanos que tienen que aprender como todo el mundo. Kubrick demostró una gran ambición, que no le abandonaría nunca, al enfrentarse en solitario a su primer film y hacerlo al margen de la industria. Podía haber intentando colarse en Hollywood por la puerta ortodoxa o haber hecho una serie B más rentable y que le hubiese puesto en el mapa. Pero optó por un film bélico de talante existencialista, muy dialogado, retórico y pedante. Fear and Desire nos presenta a un pelotón de soldados perdidos detrás de las líneas enemigas que quiere volver con los suyos. No trata de ninguna guerra concreta –al principio una voz en off nos recuerda de forma pomposa ese tema- aunque la baratura del film se nota demasiado. Los uniformes parecen sacados de algún rodaje anterior, por ejemplo. Cuando el teniente que manda el pelotón dice a sus hombres que es una lástima que no pudiesen sacar las armas del avión en el que han sido derribados, parece oírse la voz del jefe de producción al no haberlas podido conseguir para el rodaje. En sus aventuras, pasan algunas cosas, pero todas muy estrafalarias. Por ejemplo, los actores encarnan a la vez a los soldados perdidos y a sus enemigos, con un juego del doble que resulta forzado y retórico, acompañados de unos diálogos bastante dolorosos de oír. Es curioso como Kubrick planifica algunas secuencias, como un estudiante de cine: así, el montaje del momento en que asaltan una cabaña y matan a unos enemigos, con bastantes planos, centrándose en las manos que chapotean en el estofado derramado que estaban a punto de comer. Sorprendente en un cineasta que en el futuro sería más conocido por sus largas escenas que por su fragmentación en el montaje. Montaje que es bastante torpe, por otro lado. El propio Kubrick se encargó de él, así como de la fotografía. Tal vez esta falta de pericia técnica en un cineasta conocido como todo lo contrario es la que motivó el autosecuestro de Fear and Desire. O tal vez fue el momento en que el soldado encarnado por Paul Mazursky, fuera de sí, empieza a recitarle fragmentos de La tempestad a la campesina que han detenido (curioso, pues con los años Mazursky rodaría una heterodoxa versión del drama de Shakespeare). Según parece el público se rió bastante en este fragmento en los pases de 1953, algo que Kubrick no debió olvidar tan fácilmente.



Sin embargo, podemos jugar al “juego del director” en este film fallido. Lo primero es ver la asombrosa capacidad de aprendizaje de Kubrick. Tras Fear and Desire rodó la más entonada El beso del asesino y acto seguido su primera obra importante, Atraco perfecto, donde las imprecisiones de su primer largometraje estaban olvidadas. Luego está su magnífica calidad fotográfica, que luce implacablemente en la versión restaurada. Sorprende ver en un film tan pobre estas poderosas imágenes, que demuestran que su ambicioso director aún no dominaría el lenguaje del cine, pero el de la fotografía, que era su oficio, sí. Eso le lleva ya a sacar sus famosos primeros planos, sobre los que Michel Ciment discurrió en su célebre libro sobre Kubrick. Rostros con gran significación expresiva, que incluso se abstraen algo de las narraciones y tienen sentido por sí mismos, mostrando la verdadera naturaleza del personaje y tal vez lo que oculta. Hay en Fear and Desire algunos de estos, estos sí firma del maestro. Temáticamente, lo más fácil es encuadrar este film en los antimilitaristas que Kubrick rodó después, como Senderos de gloria, Teléfono rojo… o La chaqueta metálica. La locura de Mazursky hace pensar en desdichado recluta patoso de la incursión vietnamita de su director, y los delirantes discursos del general enemigo  recuerdan a los muchos más demoledores del general Ripper en Teléfono rojo…. Pero más allá, Fear and Desire es la primera muestra del interés del director por mostrar a seres humanos atrapados en engranajes que le superan. Los soldados de sus películas bélicas, el escritor de El resplandor en el hotel embrujado, Barry Lyndon en su sociedad dieciochesca, Humbert en un matrimonio provinciano, etc., todos acaban tocados por el ambiente y haciendo cosas inverosímiles. El pelotón perdido de Fear and Desire tiene respuestas filosóficas ante su alienación, pero afortunadamente en el futuro Kubrick las daría más cinematográficas.

El DVD que hace unas semanas editó Divisa tiene además tres extras que completan definitivamente la filmografía de Stanley Kubrick y que hace que ahora sí toda su obra se halle disponible en formato doméstico. Son los tres cortos documentales que hizo el director por esos años. Al primero, Day of the Fight, le tenía bastante cariño, y es que éste sí fue su debut en el cine. Basándose en una serie de fotografías que había hecho, filma durante 9 tensos minutos el día de un boxeador que esa noche tiene un combate decisivo. Rodada para uno de los noticieros de la época, tiene todo el inigualable estilo de este tipo de filmaciones. Kubrick tuvo que inspirarse bastante en él para su segundo film, El beso del asesino. Respecto a Flying Padre, el director también renegó de él, calificándolo de una solemne tontería. En este caso, el juicio es excesivo, pues es un competente reportaje sobre un sacerdote católico que para atender a su diseminada parroquia en Nuevo México utiliza una avioneta para desplazarse. La gran sorpresa es la presencia de The Seafarers, otra de las películas malditas de Kubrick. Muchos de los trabajos sobre el director no la mencionan, y el propio Stanley no le dio mucho bombo. Y es que contradiciendo la postura de independencia total de Kubrick, fue un encargo, un auténtico video industrial sobre las bondades de un sindicato de marineros y las ventajas de afiliarse a él. Que se viera obligado a hacerlo para ganar algo de dinero tras el fracaso de Fear and Desire tuvo que empeorar su recuerdo.

Y esto no acaba aquí, pues la breve pero intensa filmografía de Stanley Kubrick mantiene su capacidad de seguir asombrando 14 años después de su muerte. Y es que hace unos meses se presentó en Londres la versión restaurada de El resplandor, con la media hora que se quitó en montaje tras la mala recepción al film en sus primeros pases. Esperamos que alguien la traiga por aquí o la edite en DVD. Mientras, conformémonos con redescubrir los primeros trabajos de uno de los grandes de la historia del cine.


martes, 12 de marzo de 2013

¿Y si invertimos la secuencia? Almodóvar vuela hacía los 80




Las palabras que encabezan este post son una formulación típica de las películas malunas de ciencia ficción, en las que un guionista perezoso solventa un problema poniendo a sus protagonistas científicos a darle la vuelta a cualquier máquina (o fórmula, o programa informático, o lo que se haya a mano) y repetir al revés cualquier serie de hechos o datos, confiando en que así se arreglará el asunto. O sea, que mucha ciencia, pero al final hay que operar como cuando uno se equivoca en la carretera camino de un remoto pueblo, dar marcha atrás y volver al desvío donde tuvo lugar el despiste.


Es inevitable pensar en esto viendo el nuevo film de Almodóvar, recién estrenado y del que a la hora de escribir estas líneas ya sabemos ha sido el más exitoso de su director en su primer fin de semana de exhibición. Debo confesarlo ya: no soy del mito Almodóvar. Fue en su momento el típico sujeto que supo sintonizar con el espíritu de una época y consiguió subirse en el carro. Después de la caspa franquista, y de los políticos transicionales de la UCD, que parecían todos funcionarios de chaqueta y corbata –y en gran medida lo eran- llegó la modernidad de la mano del primer PSOE y había que crear un mito. La movida madrileña cumplió a la perfección con su objetivo. Gente guapa, desenfadada, provocativa, multicolor frente a la grisura militante de los cantautores de la generación precedente. Artistas que podían mirar sin avergonzarse a sus homónimos “moernos” de las capitales mundiales, Londres y Nueva York. ¿Acaso España no había hecho el milagro de pasar en meses de la última dictadura erigida en los años 30 a una democracia europea? Pues la Movida era necesaria para demostrar que esta prodigiosa transición era posible también en lo cultural. De las raciales patillas de Curro Jiménez a los ambiguos peinados glam. Almodóvar, listo como él solo, dotado de un extraordinario don para las relaciones públicas y más hábil estratégicamente –supo esquivar el fantasma de las drogas mientras compañeros suyos de generación caían en masa en ellas- fue el gran beneficiario del movimiento, como un ejemplo vivo del milagro español. De auxiliar de Telefónica a icono de la modernidad mundial.




Como cineasta, a Almodóvar nunca le importó la coherencia temática o la rigidez formal. Si es una estrategia o es explotar una debilidad es otro debate. Nunca ocultó que bebía de los melodramas más delirantes –tipo Douglas Sirk o Rainer W. Fassbinder: Almodóvar debe saberse filmes de memoria de este último, como Las amargas lágrimas de Petra Von Kant o La ansiedad de Verónika Voss- con un toque de humor castizo pero adecuado a los nuevos tiempos, con una estética brillante que ilustraba lo que se entendía por los años 80 y a la vez que nos normalizábamos políticamente entrando en la entonces CEE. Ver cine de Almodóvar se convirtió en un acto militante, como escuchar a Gabinete Caligari o comprar El País, para demostrar que se estaba en la onda. En fin, ya se sabe, el autor de estas líneas –y me consta que gran parte de los seguidores de este blog-  tenía 20 años entonces, y con 20 años uno se traga cualquier cosa. Vistas hoy, las primeras películas de Almodóvar crujen por todos sitios, pues el implacable paso del tiempo hace que sus defectos se impongan sobre sus virtudes, a medida que los 80 están más lejos en nuestras vidas y en nuestros imaginarios colectivos. El problema surgió cuando el cineasta se dio cuenta de que tenía que cambiar y empezó a creerse todo lo que sobre él se escribía. Fue abandonando su mejor arma, su humor irreverente, y empezó a creerse un artista, haciendo películas cada vez más marcianas, más alejadas de la realidad y más creídas de si mismas, pensadas más para el público de Berlín o Nueva York que para el de la Gran Vía madrileña. Solo un Von Trier podía haber sacado adelante el peligroso disparate de Hable con ella, intentando en vano sacar poesía de algo tan escabroso como la violación y embarazo de una mujer en coma. Tanto Los abrazos rotos como la  demencial La piel que habito consiguieron que hasta sus más acérrimos defensores empezaran a desertar. Ya eran insostenibles sus guiones absurdos, sus pretensiones de poesía y sus callejones a ninguna parte.



A pesar de que Almodóvar suele enfadarse bastante con las crecientes críticas a sus últimos trabajos, sigue siendo el chico listo de la clase. Y en privado ha debido darse cuenta de que debía dar un giro a su carrera que estaba entrando en vía muerta. Y lo ha hecho invirtiendo la secuencia en Los amantes pasajeros, volviendo los ojos a los 80. Y cualquier tiempo pasado fue mejor. Ya no basta con sacar un trío de gays protagonista tan locuelo como el de sus primeras comedias, que le dan tan festivamente a la droga como a la religión. Ya no está ese motor que hace treinta años –treinta ya, cielos- daba a estos films un aire irreverente y transgresor. De hecho, es casi un humor conservador. En la época del matrimonio homosexual legalizado, estas tres locazas casi que rozan los casposos chistes de un Arévalo suenan a vintage. Además, yo siempre me he preguntado, y Los amantes pasajeros inciden en mis dudas, por qué extraño fenómeno artistas homosexuales como Almodóvar sacan gays que parecen surgidos de las peores pesadillas de un homófobo. Si le preguntan a uno de estos últimos que definan a los gays, seguramente los pondrán como locazas que se pasan la vida diciendo “maricona”, “guarra” y hablando de mamadas y pollones. Pues así son los azafatos del film que nos ocupa, tópicos como ellos solos. Sorprende que uno de ellos sea Carlos Areces, salido de la escudería chanante. Que uno de los exponentes del humor más actual que se hace en España haya aceptado formar parte de esta vuelta atrás es para estudiarlo. No es el único dato que muestra que Almodóvar echa de menos los viejos tiempos. La estética, la fotografía, la presencia de una madura y espléndida Cecilia Roth, y personajes que parecen trastocados (Carmen Machi como una portera que es clavada a las clásicas de Chus Lampreave o Lola Dueñas como una clonación de la María Barranco de Mujeres al borde de un ataque de nervios) así lo indican. Como el número musical de los azafatos, que resulta acartonado y fuera de contexto, como un desesperado intento de recuperar lo que se fue y no va a volver.



Leído lo anterior, parece pues que Los amantes pasajeros es otro desastre almodovariano, más triste aún por demostrarse el paso del tiempo. Pues no del todo, pues hay elementos sueltos en el film que resultan de lo más interesantes, sean conscientes o involuntarios. Casi toda la trama transcurre en el interior de un avión, o mejor en la clase business, con un puñado de ricos. Es curioso que Almodóvar centre su atención en este sector social. Cierto que en un giro a la actualidad casi todos están relacionados con las tramas de corrupción que nos asolan hoy en día. Podría ser una crítica, incluso hay un toquecito al “número uno” del país, que está dejando de ser intocable. Pero puede ser algo más profundo. Para un cineasta cada vez más aislado en su propio laberinto, esta reducción de personajes, este enclaustramiento en un único decorado, tal vez sea un reconocimiento inconsciente de que empieza a ser un director perdido. Los antiguos seguidores de Almodóvar ahora son un grupúsculo de potentados que viajan en primera, y se ven azotados por los males contemporáneos. Es un momento brillante resolver la película en uno de estos aeropuertos que se han creado por encima de las posibilidades aéreas y que solo sirven para poner a la entrada la estatua del que lo despilfarró. Los planos de sus instalaciones vacías con un ruido de catástrofe de fondo valen más que cuarenta discursos sobre la crisis. Más sorprendente es ver como el director sale airoso de uno de los atolladeros en los que se está metiendo en sus últimos films, como es el de crear una subtrama que no va a ningún sitio. En Volver era la del cadáver en el congelador y en La piel que habito la estrafalaria del hermano de Antonio Banderas vestido de tigre. Aquí parece va a ser la de Willy Toledo, Paz Vega, Blanca Suárez y el móvil que los une, pero además de ser el giro más estimulante de la película, tiene un buen desenlace. Unos indicios de que en Almodóvar igual no está todo perdido y hay algunos caminos que explorar.



Aunque bien mirado, tal vez hay algo de culpabilidad en el director. No deja formar parte del “milagro español” como apunté al principio de este post, milagro que se está hundiendo en estos tiempos del Winter. Lo que parecía democracia ejemplar ocultaba lo que ahora está saltando día sí y día también, y Almodóvar, mal que le pese, formaba parte del paquete de lavado de cara modernizador. Su cine fue demostrando película a película su impostura al igual que los desarrollos económicos y democráticos se están desvelando una tramoya que enmascaraba a los de siempre haciendo lo de siempre. A lo mejor, cuando saca aeropuertos vacíos está filmando, sabiéndolo o no, su propio vacio artístico, la propia inconsistencia de su mito. Si supera este debate, igual nos depara alguna sorpresa en el futuro.


sábado, 2 de marzo de 2013

El gorila que subió una montaña y bajó un rascacielos




La historia del cine está llena de raras avis, de filmes que surgen de no se sabe dónde y se pierden como lágrimas en la lluvia, ya que no dejan descendencia. Más insólito son las obras que no “deberían estar allí” o que son realizadas por gente inverosímil. Es el caso del primer King Kong, que  cumple ahora 80 años desde su deslumbrante aparición. Es sorprendente que una de las obras maestras del cine surrealista apareciera en el industrial Hollywood de los primeros años 30. En 1933 las audaces y coloridas vanguardias de la década de los 20 estaban en franco retroceso. La gran depresión del 29 con sus colas de parados y el enrarecimiento del clima político contribuían a ello. El Italia los futuristas y demás habían abrazado el fascismo con tanto entusiasmo que se olvidaron de sus manifiestos. En la Unión Soviética el torvo camarada Stalin imponía el realismo socialista y empezaba a hacerle la vida imposible a Eisenstein y compañía. Cuando se estrenó King Kong Hitler llevaba ya varias semanas como canciller del Reich. Buñuel y Dalí se las habían tenido que ver con las autoridades francesas, las mismas que se preparaban a recibir con los brazos abiertos a los nazis años después, por la polémica presentación de La edad de oro. Y entonces, inesperadamente, Hollywood produce una obra maestra de la pesadilla, que obtuvo la envidiosa admiración de todos aquellos vanguardistas en retirada (no de todos. En Buenos Aires, un joven Borges, entonces crítico de cine, calificó al gran gorila de “reseco y polvoriento artificio de movimientos esquinados y torpes”. La intuición del genio argentino para la literatura no se extendía al cine). Pero ¿en California no se hacían películas de entretenimiento? ¿Qué hacía allí una obra tan surrealista?

Menos esperable era que King Kong fuese hijo de dos sujetos como Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack. Nada en su vida y trabajo previo hacía presagiar su pesadillesco gorila.  Cooper había sido piloto de combate en la Primera Guerra Mundial y estuvo toda su vida ligado a la aviación, fue fundador de compañías aéreas y en la Segunda Guerra Mundial, a pesar de su edad, estuvo con los pilotos voluntarios que luchaban en China contra los japoneses. Este inquieto personaje también entró en el mundo del cine en los años 20. Allí se asoció con Schoedsack, y dirigieron juntos dos documentales. Que un par de documentalistas fuesen capaces luego de hacer una obra maestra de la ensoñación como King Kong ilustra los debates entre ficción y realidad que me persiguen desde que estoy en Alcances. Juntos rodaron Chang y Grass. Este último film demuestra lo mal escrita que está la historia del cine. Pude verlo gracias a la retrospectiva que sobre ambos cineastas hizo el Documenta Madrid hace unos años y es una película impresionante. La escalofriante secuencia en que la caravana cuyo trayecto sigue el film por las montañas de Asia cruza un río debería estar en todas las antologías de la Historia del Cine, por su prodigioso montaje. En 1929, el dúo se aventuró con la ficción en una versión de Las cuatro plumas donde estaba Fay Wray, la futura novia del gorila. Schoedsack rodó en solitario Rango, un documental ficcionado que en 1930 parece prefigurar los límites entre lenguaje cinematográfico que se estilan hoy en día. Y en colaboración con Irving Pichel, dio en 1932 El malvado Zaroff, un clásico del terror que en algunos aspectos –Las persecuciones en la selva y los gritos de Fay Wray- son como un ensayo general de lo que iba a venir luego.



Calificar a King Kong de obra surrealista no es gratuito, pues su origen fue un sueño. Cooper se levantó una mañana agitado tras haber soñado con un gorila gigante que estaba desatado por Nueva York. Pero digamos que pudo ser una pesadilla “inducida”. Los gorilas no eran desconocidos para él, ni tampoco para el que se convertiría en su socio en la nueva aventura, Schoedsack. Tanto en Chang como en Rango nuestros parientes del reino animal tenían un gran protagonismo. Tampoco debemos olvidar la popularidad que para la generación de los dos directores habían tenido novelas como El mundo perdido de Conan Doyle o las obras de E. Rice Borroughs sobre lugares remotos donde la vida se había mantenido al margen de la evolución convirtiéndose en parques temáticos  de la prehistoria. Se sabe que Cooper, durante el rodaje de secuencias de Las cuatro plumas en África, aprovechó el tiempo para estudiar a los monos y su comportamiento. O sea, que el factor primate ya estaba sedimentado antes del sueño revelador de Cooper.  El dúo le contó su historia a la Paramount, pero esta no estaba por la labor. La idea de los directores era trasladarse a localizaciones naturales, como sus filmes anteriores, pero en plena depresión era imposible. Una de las grandes paradojas de King Kong es que sus nómadas responsables tendrían que hacerla en estudio, lo que ayudaría a crear su estilo onírico, más que si las selvas hubiesen sido reales. Al rescate vino David O. Selznick, futuro cerebro de Lo que el viento se llevó. Entonces estaba en la RKO, y aceptó el proyecto. Puede que lo viese como una prolongación de una película que entonces se había suspendido en ese estudio, Creation. Narraba una historia parecida a lo que tenían en mente Cooper y Schoedsack: unos náufragos en un remoto lugar sudamericano se enfrentaban a una serie de monstruos prehistóricos. Se había trabajado en 20 minutos del abortado film y contenía el portentoso trabajo de Willis O’Brien, técnico de efectos especiales que presentó un catálogo de maquetas y de stop-motions (trabajoso procedimiento de filmar maquetas plano a plano, cambiando cada vez la posición del muñeco para dar sensación de movimiento) que sería absorbido por King Kong. Y no solo, eso, pues según parece escenas enteras previstas para Creation, como la famosa de los marineros atacados en el tronco del árbol que hace de puente, fueron “canibalizadas”, que diría Raymond Chandler, por Cooper y Schoedsack. Para el reparto, el dúo usó viejos conocidos, como Fay Wray, presente en Las cuatro plumas y  El malvado Zaroff  y Robert Armstrong, presente en este último film. Curiosamente, Bruce Cabot, que encarnaría a Jack Driscoll, hizo una prueba para el héroe de El malvado Zaroff que fue a parar a Joel McCrea. Edgar Wallace, autor de novelas de misterio, fue el guionista, y acabó publicando una versión novelada que aún hoy se reedita de vez en cuando. Y eso que no vio el resultado del film, pues murió antes del estreno.

Después de un atareado rodaje y postproducción, el film se estrenó el 2 de marzo de 1933 en el Radio City  y el RKO Roxy de Nueva York, dos grandes salas. Tuvo carácter de acontecimiento. Las entradas pasaron de costar 35 centavos a 75 y hubo gran expectación. Antes de la proyección se celebraron varias actuaciones relacionadas con la trama “selvática”. Y es que los responsables sabían que tenían una bomba entre manos. Fue un éxito que se mantuvo en diversas reposiciones. Incluso en 1983, con motivo de su cincuenta cumpleaños, fue pasada de nuevo en unos cines dominados por los efectos especiales de la generación de La guerra de las galaxias. Y eso que desde su estreno algunos planos habían desaparecido. El insinuante desnudo que Kong hace de Fay Wray fue víctima del código Hays de censura, que entró en vigor poco después de la primera presentación del filme. Otras imágenes no vieron la luz en su momento, como la de los marineros que caen del árbol-puente y son devorados por arañas gigantes, al considerarse que era demasiado violenta para la época. Las ediciones en DVD han recuperado estos momentos, dándonos una idea más cabal del film original.



Ochenta años después, el encanto de King Kong sigue vigente. Es lástima que algunos se fijen en unos efectos especiales que el tiempo han dejado atrás, aunque para la tecnología de los años 30 sean admirables. Sea como fuere, todos los que se han dedicado a recrear mundos imposibles, sea con maquetas sea con ordenadores de ultimísima generación, tienen una gran deuda con este film, que abrió muchos caminos. La historia sigue siendo una obra maestra de surrealismo, con la culminación del “amor fou” que defendían Breton y sus discípulos. Aunque parezca una versión del cuento de la bella y la bestia –impresión defendida todo el metraje por el cineasta Carl Denham- va más allá, con la fascinación del gorila gigante por la rubia que entra sorpresivamente en su vida. Pero el onirismo del film es más intenso con su construcción, que parte de un intenso realismo a un mundo completamente de ensueño. Hagan la prueba, vean de nuevo King Kong y cuenten su argumento como un sueño que hayan tenido anoche. Funciona perfectamente. El arranque del film –que en algunos países fue omitido por las distribuidoras, anulando su juego narrativo- parte de la depresión que asolaba Estados Unidos, con Ann Darrow robando una manzana para comer. Es rescatada de las iras del frutero por el cineasta Carl Denham, que se la lleva inmediatamente de viaje como protagonista de un extraño film que va a rodar en una isla perdida y del que nunca se suelta prenda. El viaje es literalmente una inmersión en el inconsciente, cada vez se va perdiendo más el contacto con la realidad, con la llegada a la isla, la aparición de Kong y su mundo prehistórico. De hecho, el gigantesco muro que separa la selva del poblado indígena es como la barrera entre el sueño y la vigilia, una vez cruzado solo se puede disparatar. Kong lo derriba y es reducido –dormido, curiosamente- y llevado a Nueva York. Allí no se recupera el realismo inicial, sino que el gorila se desata en nuestro mundo, buscando nuevas perspectivas al delirio, como una demostración de la teoría freudiana de que lo reprimido vuelve en forma monstruosa. Hay planos tan oníricos como el de Kong mirando por la ventana del hotel y su desmesurada mano entrando en la habitación y cogiendo a Ann. Antes de esto, ella, que se siente a salvo, le dice a Jack "Otra vez ese sueño, es como volver a la isla", ignorante que a su espalda Kong la observa de nuevo. Como en las malas películas de terror, la chica se ha despertado para descubrir que sigue inmersa en la pesadilla. Es curioso que Cooper, que como se ha dicho era aviador de combate, usase a su arma para derribar al gorila de lo alto del Empire State. A uno no le extrañaría nada que después de ese carrusel de emociones, el film acabase con Ann despertándose en un cuchitril de Nueva York y contando el extraño sueño que acababa de tener a su compañera de piso antes de lanzarse a las calles a seguir robando manzanas.

Además de su carácter de obra maestra surrealista, King Kong también marcó tendencia en su época. El cine sonoro estaba recién nacido y este film demostró que había un gran camino que recorrer más allá del teatro filmado. El equilibrio entre imagen, montaje y sonido, ahora nos parece normal, pero en 1933 fue un prodigio, al que no fue ajena la banda sonora de Max Steiner, que marcó los parámetros de la música de cine durante los años del Hollywood dorado. Y hay un aspecto que nunca se ha tratado lo suficiente, y es el aspecto de cine dentro del cine de la película, pero a un nivel más profundo del director que quiere rodar un film exótico. Denham tiene un componente autobiográfico, pues es tan aventurero en sus rodajes como Cooper y Schoedsack. Pero siempre parece más listo que los demás y tener algunas claves más que el resto del reparto. Es quién sabe donde se halla la enigmática isla y ha oído hablar de Kong. Se ha llevado bombas de gas y una tripulación el triple de lo normal ¿Por qué es tan rápido fichando a Ann? ¿Acaso sabe que necesita a una rubia para seducir al verdadero objetivo de la expedición? Esto nos lleva a la escena más extraña y definitoria de King Kong, aquella en que Denham hace una prueba de cámara a Ann a bordo del barco. Y la  pone a asustarse y a gritar, mirando hacía arriba, como si se enfrentase a un gigante. Lo curioso es que en ese momento en teoría nadie sabe nada de lo que les espera en la isla de la Calavera... ¿O Denham sí? La escena acaba con un escéptico Driscoll preguntando “¿Qué se piensa  qué  va a ver?”.




 Es significativa también la fuga de Kong en Nueva York, en un escenario que recuerda demasiado a los coliseos donde tuvo lugar la premiere del film. Es como si la fantasía de Cooper y Schoedsack se escapase de la pantalla y atribulase a un público idéntico al que ocupaba los patios de butacas. Algunas fantasías escapistas pueden ser muy agresivas. Y otro momento curioso es al final, cuando un tranquilo y elegante Denham suelta a un policía la frase que cierra el film: “No fueron los aviones, fue la bella la que mató a la bestia.” Más que una salida ingeniosa, es otro apunte que nos hace pensar de nuevo que el cineasta sabía desde el principio lo que iba a ocurrir y le contase a un espectador desnortado el sentido último de la película que acabamos de ver. Tal vez Denham sea como el sintético de Alien y supiese desde siempre el guión y su hallazgo de Kong no haya sido tan casual. Es el demiurgo que como Cooper y Schoedsack nos ha llevado por la trama. Su misteriosa película exótica, el rápido fichaje de Ann y su extraña prueba de cámara nos hacen sospechar.



King Kong fue una rara avis destinada a no tener descendencia. Su éxito motivó una rápida secuela ese mismo 1933, El hijo de Kong, dirigida por Schoedsack en solitario, y que demostró que una y no más, Santo Tomás. En los años 60 los japoneses lo pusieron a luchar contra su monstruo nacional, Godzilla, en algunos títulos. En 1976 Dino de Laurentis produjo un flojo remake, recordable hoy por poner a Jessica Lange en el mapa, y en 2005 un Peter Jackson que se creía todopoderoso tras la trilogía de los anillos perpetró una hipertrofiada versión, donde se salvaba Naomi Watts, digna heredera de Fay Wray. Es curioso que ninguno de los responsables de King Kong tuviese luego una destacada carrera. El más brillante fue Merian C. Cooper. Tras su gran éxito se pasó a la producción para RKO y para Selznick cuando éste inició su carrera independiente. Después de la Segunda Guerra Mundial, fundó Argosy Pictures y se alió con John Ford, produciéndole obras maestras como El hombre tranquilo o Centauros del desierto. Lo más chocante, empero, es que el coautor de un film tan subversivo como King Kong fuese un visceral anticomunista y uno de los mayores defensores de la Caza de Brujas en Hollywood. Menos suerte tuvo Schoedsack. Rodó algunos filmes después de 1933 (entre ellos, una versión de Los últimos días de Pompeya, donde volvió a tirar de Willis O’Brien para los efectos) pero su carrera fue espaciándose más hasta desvanecerse. Curiosamente, se despidió en 1949 con El gran gorila, otra película con simio desproporcionado, pero en clave infantil, sin nada de la carga subterránea de King Kong. Robert Armstrong (Denham) y Bruce Cabot (Driscoll) tuvieron largas carreras pero como actores de reparto, muy lejos del estrellato. Algo parecido ocurrió con Fay Wray. Fue encarnando papeles cada vez menos interesantes y en 1942 tras su segundo matrimonio se retiró, pero volvió por problemas económicos, centrando su carrera en televisión. Pero ella si tuvo una oportunidad de salir por la puerta grande cuando ya nonagenaria James Cameron le ofreció el papel de la anciana Rose en Titanic, que fue a parar a Gloria Stuart tras rechazarlo. Una lástima no poder reencontrarnos con la legendaria intérprete de King Kong, que falleció en 2004.

Tal vez esto sea la gran paradoja de King Kong, ver a todos estos talentos menores que fueron capaces de unirse para crear una obra maestra irrepetible. Pero así funciona el inconsciente, salta donde menos se lo espera. Como en el Hollywood de 1933, entre las ruinas de la depresión. Al fin y al cabo, las crisis agudizan los resortes de la mente, antes de ser derribados por los aviones del orden establecido.