Las palabras que encabezan
este post son una formulación típica de las películas malunas de ciencia
ficción, en las que un guionista perezoso solventa un problema poniendo a sus
protagonistas científicos a darle la vuelta a cualquier máquina (o fórmula, o
programa informático, o lo que se haya a mano) y repetir al revés cualquier
serie de hechos o datos, confiando en que así se arreglará el asunto. O sea,
que mucha ciencia, pero al final hay que operar como cuando uno se equivoca en
la carretera camino de un remoto pueblo, dar marcha atrás y volver al desvío
donde tuvo lugar el despiste.
Es inevitable pensar en
esto viendo el nuevo film de Almodóvar, recién estrenado y del que a la hora de
escribir estas líneas ya sabemos ha sido el más exitoso de su director en su
primer fin de semana de exhibición. Debo confesarlo ya: no soy del mito
Almodóvar. Fue en su momento el típico sujeto que supo sintonizar con el
espíritu de una época y consiguió subirse en el carro. Después de la caspa
franquista, y de los políticos transicionales de la UCD, que parecían todos
funcionarios de chaqueta y corbata –y en gran medida lo eran- llegó la
modernidad de la mano del primer PSOE y había que crear un mito. La movida
madrileña cumplió a la perfección con su objetivo. Gente guapa, desenfadada,
provocativa, multicolor frente a la grisura militante de los cantautores de la
generación precedente. Artistas que podían mirar sin avergonzarse a sus
homónimos “moernos” de las capitales mundiales, Londres y Nueva York. ¿Acaso
España no había hecho el milagro de pasar en meses de la última dictadura
erigida en los años 30 a una democracia europea? Pues la Movida era necesaria
para demostrar que esta prodigiosa transición era posible también en lo
cultural. De las raciales patillas de Curro Jiménez a los ambiguos peinados glam.
Almodóvar, listo como él solo, dotado de un extraordinario don para las
relaciones públicas y más hábil estratégicamente –supo esquivar el fantasma de
las drogas mientras compañeros suyos de generación caían en masa en ellas- fue
el gran beneficiario del movimiento, como un ejemplo vivo del milagro español.
De auxiliar de Telefónica a icono de la modernidad mundial.
Como cineasta, a
Almodóvar nunca le importó la coherencia temática o la rigidez formal. Si es
una estrategia o es explotar una debilidad es otro debate. Nunca ocultó que bebía
de los melodramas más delirantes –tipo Douglas Sirk o Rainer W. Fassbinder:
Almodóvar debe saberse filmes de memoria de este último, como Las amargas lágrimas de Petra Von Kant o
La ansiedad de Verónika Voss- con un
toque de humor castizo pero adecuado a los nuevos tiempos, con una estética
brillante que ilustraba lo que se entendía por los años 80 y a la vez que nos
normalizábamos políticamente entrando en la entonces CEE. Ver cine de Almodóvar
se convirtió en un acto militante, como escuchar a Gabinete Caligari o comprar El País, para demostrar que se estaba en
la onda. En fin, ya se sabe, el autor de estas líneas –y me consta que gran
parte de los seguidores de este blog- tenía 20 años entonces, y con 20 años uno se
traga cualquier cosa. Vistas hoy, las primeras películas de Almodóvar crujen
por todos sitios, pues el implacable paso del tiempo hace que sus defectos se
impongan sobre sus virtudes, a medida que los 80 están más lejos en nuestras
vidas y en nuestros imaginarios colectivos. El problema surgió cuando el
cineasta se dio cuenta de que tenía que cambiar y empezó a creerse todo lo que
sobre él se escribía. Fue abandonando su mejor arma, su humor irreverente, y empezó
a creerse un artista, haciendo películas cada vez más marcianas, más alejadas
de la realidad y más creídas de si mismas, pensadas más para el público de
Berlín o Nueva York que para el de la Gran Vía madrileña. Solo un Von Trier
podía haber sacado adelante el peligroso disparate de Hable con ella, intentando en vano sacar poesía de algo tan
escabroso como la violación y embarazo de una mujer en coma. Tanto Los abrazos rotos como la demencial La
piel que habito consiguieron que hasta sus más acérrimos defensores
empezaran a desertar. Ya eran insostenibles sus guiones absurdos, sus
pretensiones de poesía y sus callejones a ninguna parte.
A pesar de que
Almodóvar suele enfadarse bastante con las crecientes críticas a sus últimos
trabajos, sigue siendo el chico listo de la clase. Y en privado ha debido darse
cuenta de que debía dar un giro a su carrera que estaba entrando en vía muerta.
Y lo ha hecho invirtiendo la secuencia en Los
amantes pasajeros, volviendo los ojos a los 80. Y cualquier tiempo pasado
fue mejor. Ya no basta con sacar un trío de gays protagonista tan locuelo como
el de sus primeras comedias, que le dan tan festivamente a la droga como a la
religión. Ya no está ese motor que hace treinta años –treinta ya, cielos- daba
a estos films un aire irreverente y transgresor. De hecho, es casi un humor
conservador. En la época del matrimonio homosexual legalizado, estas tres
locazas casi que rozan los casposos chistes de un Arévalo suenan a vintage. Además, yo siempre me he
preguntado, y Los amantes pasajeros inciden
en mis dudas, por qué extraño fenómeno artistas homosexuales como Almodóvar sacan
gays que parecen surgidos de las peores pesadillas de un homófobo. Si le
preguntan a uno de estos últimos que definan a los gays, seguramente los pondrán
como locazas que se pasan la vida diciendo “maricona”, “guarra” y hablando de
mamadas y pollones. Pues así son los azafatos del film que nos ocupa, tópicos
como ellos solos. Sorprende que uno de ellos sea Carlos Areces, salido de la
escudería chanante. Que uno de los exponentes del humor más actual que se hace
en España haya aceptado formar parte de esta vuelta atrás es para estudiarlo. No
es el único dato que muestra que Almodóvar echa de menos los viejos tiempos. La
estética, la fotografía, la presencia de una madura y espléndida Cecilia Roth,
y personajes que parecen trastocados (Carmen Machi como una portera que es
clavada a las clásicas de Chus Lampreave o Lola Dueñas como una clonación de la
María Barranco de Mujeres al borde de un
ataque de nervios) así lo indican. Como el número musical de los azafatos,
que resulta acartonado y fuera de contexto, como un desesperado intento de
recuperar lo que se fue y no va a volver.
Leído lo anterior,
parece pues que Los amantes pasajeros
es otro desastre almodovariano, más triste aún por demostrarse el paso del
tiempo. Pues no del todo, pues hay elementos sueltos en el film que resultan de
lo más interesantes, sean conscientes o involuntarios. Casi toda la trama
transcurre en el interior de un avión, o mejor en la clase business, con un
puñado de ricos. Es curioso que Almodóvar centre su atención en este sector
social. Cierto que en un giro a la actualidad casi todos están relacionados con
las tramas de corrupción que nos asolan hoy en día. Podría ser una crítica,
incluso hay un toquecito al “número uno” del país, que está dejando de ser
intocable. Pero puede ser algo más profundo. Para un cineasta cada vez más
aislado en su propio laberinto, esta reducción de personajes, este enclaustramiento
en un único decorado, tal vez sea un reconocimiento inconsciente de que empieza
a ser un director perdido. Los antiguos seguidores de Almodóvar ahora son un
grupúsculo de potentados que viajan en primera, y se ven azotados por los males
contemporáneos. Es un momento brillante resolver la película en uno de estos
aeropuertos que se han creado por encima de las posibilidades aéreas y que solo
sirven para poner a la entrada la estatua del que lo despilfarró. Los planos de
sus instalaciones vacías con un ruido de catástrofe de fondo valen más que
cuarenta discursos sobre la crisis. Más sorprendente es ver como el director
sale airoso de uno de los atolladeros en los que se está metiendo en sus
últimos films, como es el de crear una subtrama que no va a ningún sitio. En Volver era la del cadáver en el
congelador y en La piel que habito la
estrafalaria del hermano de Antonio Banderas vestido de tigre. Aquí parece va a
ser la de Willy Toledo, Paz Vega, Blanca Suárez y el móvil que los une, pero
además de ser el giro más estimulante de la película, tiene un buen desenlace. Unos
indicios de que en Almodóvar igual no está todo perdido y hay algunos caminos
que explorar.
Aunque bien mirado, tal
vez hay algo de culpabilidad en el director. No deja formar parte del “milagro
español” como apunté al principio de este post, milagro que se está hundiendo
en estos tiempos del Winter. Lo que parecía democracia ejemplar ocultaba lo que
ahora está saltando día sí y día también, y Almodóvar, mal que le pese, formaba
parte del paquete de lavado de cara modernizador. Su cine fue demostrando
película a película su impostura al igual que los desarrollos económicos y
democráticos se están desvelando una tramoya que enmascaraba a los de siempre
haciendo lo de siempre. A lo mejor, cuando saca aeropuertos vacíos está
filmando, sabiéndolo o no, su propio vacio artístico, la propia inconsistencia
de su mito. Si supera este debate, igual nos depara alguna sorpresa en el
futuro.
No sé si me merece la pena verla.
ResponderEliminarLo de Areces se explica con facilidad: prestigio de trabajar con un prestigioso... y, oiga, dinero. Que no es moco de pavo. Nihil obstat.
Y sí que está viniendo el invierno, sí. Y no lo digo por la temperatura. Cada vez me parece más acertado el nombre de su blog.
Bueno, sí, lo de Areces está claro, aquí todos siguen matando por salir con Almodóvar. Pero da algo de grima, pero bueno, mientras Joaquín Reyes se mantenga a salvo, aún hay esperanza.
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