Debo confesar que me gustan los Goya y los Oscars, y
no por ver quien lleva el escote más atrevido o el Armani mejor ajustado.
Tampoco creo que premien a lo mejor del año. Pero eso nos llevaría a un debate
teológico-bizantino sobre que es lo bueno, lo mejor y lo peor que está muy
lejos de mis intenciones. En realidad a estas galas repartidoras de estatuillas
se les pide lo que no se debe. Son premios de la industria, la española en el
caso de los Goya y la de Hollywood –o sea, LA industria- en los Oscars, y no
festivales. Se supone que a los que nos dedicamos a esta última rama se nos
pide ser más osados, más receptivos, con más reflejos para captar lo que está
empezando y a dónde va el futuro. Los premios industriales son más convencionales,
se recompensan a ellos mismos y a su capacidad de mantener la maquinaria
engrasada para llenas cines (bueno, eso cada vez menos). Es como un homenaje
que se pegan todos los años, como una fiesta de promoción anual pero abierta al
público merced a la omnipresente tele. En esa clave hay que entenderlas.
Y es un buen baremo para ver por dónde van los tiros
sobre lo que piensan los que organizan las galas. En los Goya la cosa es más
acusada. En Hollywood se pueden escapar algunos comentarios sobre el Tibet lo
más, pero el cine español es más sensible. Es de recordar la gala de hace 10 años,
la del “No a la guerra”, que granjeó al sector el odio más vesánico por parte
de la derecha y de sus adláteres de la comunicación, que desde entonces no le
dan tregua. Se olvidan de que Garci fue el ojito derecho de la lideresa
Aguirre, y que olvidando sus propias mamandurrias la extraña dimisionaria que
no aparece en los pápeles de Bárcenas le dio el oro y el moro público para sus
últimos filmes. Pero Garci hace tiempo que se peleó con la Academia y no se
señala, con lo que todo conforme. Hace una década nació el mito de los
titiriteros y demás, convenientemente jaleado por los anónimos comentaristas de
los periódicos, que cada vez que aparece una noticia sobre cine español le dan
caña. Por supuesto, eso dio morbo a la gala del 17 de febrero, pues tras la
tregua tácita del año pasado ante un gobierno que acababa de tomar posesión
como quien dice, este se preveía calentito tras el desastre en que ha caído el
país. Claro que la cuestión, que confieso no tengo clara, es si estas galas
deben se reivindicativas. Algunos se quejan de que por qué los del cine tienen
que erigirse en conciencias colectivas y líderes de opinión. Pero ¿No somos
nosotros los que lo hemos empujado a ello? ¿Resultan creíbles gente que
trabajan con sentimientos e ideas si fuera de los filmes no se mojan? Decía
Marlon Brando que le asombraba que le preguntasen constantemente por cuestiones
políticas y sociales, como si el fuese un experto… pero que más le asombraba
que siempre acababa respondiendo en vez de escaquearse. En el caso del cine
español, la reivindicación es un grito de supervivencia. Las medidas del
gobierno como el ivazo al 21% y una indisimulada hostilidad hacia los
peliculeros motivan la respuesta. Pero después de todo, ellos tienen un
escaparate para protestar en el sentido en que todos pensamos. ¿Cómo pueden
estos recortarnos y darnos lecciones cuando están liando la que están liando?
Es por ello de lamentar la extraña sombra que se
proyectó sobre la gala. Y manda carallo que n un país que acaba de pasar por
revelaciones sobrecogedoras se armará el confuso pifostio de los sobres, con el
garrafal fallo de abrir uno que no era en la categoría de canción, dejando en
la escalera a los desventurados raperos de Los
niños salvajes. No obstante, a lo largo de la noche hubo extrañas
duplicaciones de plicas, que confundieron a más de un presentador. De todos modos,
igual el mejor comentario al respecto de las reivindicaciones lo hicieron
Joaquín Reyes y sus cuates, con su humor postmoderno que puso en solfa todas
las protestas con sus absurdas peticiones, que de paso dieron el momento más
divertido de la noche. Hasta entonces, la postura oficial de la gala era el
sopapo en guante de seda, de los textos de Eva Hache y las apariciones de los
presentadores, junto con el mesurado discurso del presidente de la Academia. La
nota más radical la pusieron espontáneos como Candela Peña, sorpresiva ganadora
como Actriz de Reparto, o José Corbacho. Ambos parecían que el ministro Wert les
había matado a su madre, por lo menos.
En cuanto al cine en
sí, la Academia tuvo unas nominaciones salomónicas. Estaba el film más artístico
del año –Blancanieves, con su
relectura del cuento en una España cañí y final perverso-, el fenómeno que ha
devuelto la fe en el potencial industrial del cine español- Lo imposible-, el veterano de toda la
vida que tiene su lugar en el sol en la gala –El artista y la modelo. Aquí hay que hacer una parada. Se fue de
vacío porque se ve que la Academia este año cumplía la cuota de veteranos con
Pepe Sacristán y Concha Velasco. Y el otro gran veterano del 2012, Cuerda, ha
hecho un film desastroso. Que fuese candidato su guión era un despropósito- y
una película que ha hecho buena taquilla y ha conseguido el reconocimiento
crítico como es la andaluza Grupo 7.
El lobby andaluz, por mucho que fuesen gente de la Junta a hacerse la foto, no
debe ser tan fuerte como el madrileño o el catalán, así que el reconocimiento a
sus dos actores es muy meritorio. Era lógica la victoria de Berger y su
revisión del cuento, aunque la Academia prefirió reconocer a J. Bayona –así
estuvieron llamándolo toda la noche- como director por su gran esfuerzo al
manejar el artefacto de Lo imposible. Entre ellos estuvieron los premios, con la
excepción de Candela Peña en Una pistola
en cada mano, para muchos una de las grandes ausentes del año. Y el
galardón como Mejor Director Novel a Enrique Gato, director del film de animación
sobre Tadeo Jones, mostró una apertura de miras con cierto tono de prospectiva
de mercados. Según cuentan los que saben, la animación va a ser la gran burbuja
cinematográfica del futuro.
Entre las imágenes de
la gala, Concha Velasco aceptando el premio con una parte del monólogo que está
haciendo en teatro. Bayona dándole el premio a María Belón, protagonista
verdadera de la historia de Lo imposible.
La histeria de Macarena García y del protagonista de Juan de los muertos, que por poco se convierte allí mismo en un
zombie de los de su película. La defensa del cine comercial por parte de
Bayona. Y una especial para el que suscribe. La victoria del amigo Sergio
Oksman, alcancero de pro (jurado en 2007, ganador por Notas sobre el otro en 2008, mención especial en 2012 por Una historia para los Modlins) como
mejor corto documental por su recreación de la historia de Elmer Modlin y su familia.
Uno de estos momentos que justifica muchas cosas. Su victoria es aún más
meritoria porque en la categoría de documental suelen ganar filmes mediocres y
con tramas muy accesibles. Una historia
para los Modlins es un documental de los llamados de creación, que no
suelen figurar en los Goya. Lástima que no lo hiciera en largo el multipremiado
Mapa, de León Siminiani, ni tampoco
el gaditano José Manuel Serrano Cueto con su visión de los viejos actores de
reparto en Contra el tiempo. Aquí si
ganaron los viejos Goya y se impuso el nombre de Javier Bardem y su cansina,
hay que decirlo, reivindicación de la cuestión saharaui. Pero algo se está
moviendo en la Academia, a ver si sigue la racha. Y lo siento, pero me
alegró de la derrota del clan León, que como se descuiden se van a convertir en
el reverso tenebroso de los Bardem. No hubiese sido de recibo premiar esta
especie de homenaje apologético del canismo que es Carmina o revienta, que pasará a la historia por haber
revolucionado el sistema de exhibición más que por sus escasos valores
cinematográficos. Que metan en el mismo saco de un hipotético repunte del cine
andaluz con un trabajo tan serio como Grupo
7 es un sarcasmo.
Me han faltado unas cuantas (unas muchas) por ver. Voy tomando nota, en todo caso.
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