Hubo alguien que dijo que a los Spaghetti-Westerns
deberían llamarlos en realidad “pizza-western”, ya que el colorido de esta
especialidad italiana va mejor con el pintoresco mundo de las películas del
oeste rodadas en los desiertos de Almería con equipos mediterráneos. Curiosamente, la moda del western made in el
viejo continente empezó en Alemania, no en nuestras latitudes sureñas. A
primeros de los años 60, Harald Reinl –antiguo ayudante de Leni Riefenstahl,
jar- encaró adaptaciones del clásico autor de aventuras Karl May, con sus
conocidos personajes de Old Shatterhand y el indio Winnetou, que a una
generación de lectores alemanes encandiló a primeros del siglo XX. Entre ellos a Adolf Hitler. Eran filmes bastante pesados y
con poco ritmo, que promovían un Far West rodado en las montañas de la entonces
pacífica –o controlada- Yugoslavia, que veía así premiada su distanciamiento de
la ortodoxia moscovita. Les pongo un fragmento para que se hagan una idea de
cómo iba aquello, aunque en youtube están los filmes de esta serie colgados. Y
de vez en cuando una cadena de estas de la TDT española que ha comprado las
películas que programa al peso también las emite, por si hay alguien
interesado.
El caso es que estos filmes se hubiesen olvidado
rápido y el western europeo no hubiese dejado huella de no ser porque los años
60 fueron los del reinado del subgénero. Con un continente entonces en plena
expansión económica, con grandes bolsas de trabajadores cuyo nivel de vida
subía –quien te ha visto Europa, y quien te ve- y necesitados de
entretenimiento barato, los cines de barrio se convirtieron en una gran
industria de la época. Había que llenarlos con una auténtica factoría de
productos de género, baratos y sin complicaciones. En Italia esto fue
especialmente una fiebre. Empezaron en los 50 con las películas de romanos y de
héroes de la antigüedad tipo Hércules,
y se apuntaron a lo de recrear el western. Una misión que parecía de locos,
adaptar el género más estadounidense a unas coordenadas geográficas y sociales
distintas. Se montó una industria, muy latina por cierto, del cobazo,
intentando hacer pasar aquellas películas por obras hollywoodenses. Seudónimos
que sonaban a nacidos en Kansas, actores americanos en decadencia o que no se
comían nada en California, y, sobre todo, un calco de los modelos narrativos
del western, fueron los camuflajes para dar el pego. Como dijo el clásico,
bienaventurados mis imitadores porque de ellos serán mis defectos. Los westerns
hispano-italianos (pues ya sabemos lo que nos gusta apuntarnos a los bombardeos
cutres y los pícaros productores patrios vieron pronto donde meter la cuchara)
eran pálidos reflejos de lo que venía de Hollywood. Pero entonces llego el
comandante, en forma de un orondo y más bien oscuro cineasta llamado Sergio
Leone, y mandó parar. Su trilogía del dólar y su obra maestra absoluta Hasta que llegó su hora hicieron lo que
parecía imposible: que aquel italiano advenedizo reescribiera la historia del
western para siempre y de que se convirtiese con su estilo manierista en uno de
los directores que más ha influido en el cine contemporáneo, para horror de más
de un erudito. El camino para el oeste revisionista de Peckinpah y Clint
Eastwood, al que Leone convirtió en estrella, quedaba abierto.
A partir de entonces el discípulo se convirtió en
maestro. Las oleadas de Spaghetti-Western que brotaron de Almería a partir de
entonces tenían a Leone como referente, atraídos por los miles de puñados de
dólares que generaron sus filmes –hasta no hace mucho, La muerte tenía un precio era el film con producción española más
taquillero en nuestro país- y todos se volvieron locos, como Eli Wallach
buscando la tumba de Art Stanton al final de El bueno, el feo y el malo. Los personajes nobles desaparecieron
bajo los guardapolvos astrosos y las tramas se llenaron de corrupción,
banqueros y terratenientes desalmados, psicópatas, violencia, etc. La vieja
Europa, que venía de vuelta de muchas cosas, no se creyó lo de la nueva frontera
ni la tierra de promisión. Prefería ambientar sus tramas en los tiempos donde
la civilización había arraigado con todas sus lacras. Con el tiempo supimos
cosas como que algunos de los responsables de estas películas eran militantes
comunistas y aprovechaban para meter doctrina social. Sólo el Spaghetti-Western
podía hacer filmes tan radicales como El
gran silencio, donde los malos de la función ganan la partida sin ningún
paliativo y sin ninguna concesión a los pobres protagonistas. Por cierto, que
Michael Cimino se lo aprendió de memoria
cuando realizó esa gloriosa catástrofe llamada La puerta del cielo. Lástima que estas tramas o intuiciones tan
osadas se revistiesen de realizaciones pedestres que no estaban a la altura del
modelo: ni de Hollywood ni de Leone.
Era cuestión de tiempo que Quentin Tarantino se
topase con este género, o mejor, subgénero. En su reciclaje continuo de
material precedente carnaza de videoclub era inevitable. Cuando Quentin
encontró a Sergio. De forma consciente, se entiende, porque inconsciente ya se
había producido. Al contrario de lo que se suele creer, las mejores secuencias
de Tarantino no son las espectaculares ni las sangrientas, aunque haya una
buena ración de ellas en Django
desencadenado, sino las habladas, largos momentos de cine donde se habla
sin parar, con un ritmo de diálogos endiablado de los que no podemos
desengancharnos. Hay de esto en esta película
que nos reconcilia con el cineasta después de las dudas que dejaban sus dos
últimas obras. Death Proof era
demasiado una juerga entre amigos, a pesar de sus virtudes, y Malditos bastardos era una especie de “puedo
hacer lo que quiera”, porque yo lo valgo. Afortunadamente, Tarantino se ha
retraído y ha realizado una excelente película, aunque tal vez demasiado sutil
para los que esperen mas marcha. Recupera uno de los personajes míticos del Spaghetti-Western, creado por
Sergio Corbucci en 1966 y que tuvo una larga trayectoria, aunque cada vez en
filmes más estrafalarios que no tenían el encanto del primero. Ni Tarantino
podía igualar el gag –llamémoslo así- de Django arrastrando una ataúd toda la
película que al final contenía… una ametralladora. Pero esta recuperación es al
estilo del director, copiar para hacer algo nuevo. El personaje original,
encarnado por Franco Nero –que tiene su correspondiente homenaje- era el típico
personaje solitario del género, y el nuevo es un esclavo negro en vísperas de
la Guerra de Secesión, que vive una aventura digna de una novela decimonónica,
que es contada con todo detalle.
Es curioso que coincida en cartelera con Lincoln que da otra versión del hecho.
Como ya peroré en su momento, la obra de Spielberg es más discursiva y
política, dando una oportunidad a la democracia, aunque de forma ambigua
defienda que haya que bajar a las cloacas para defender las grandes causas. La
de Tarantino es más escéptica. En su momento, su compinche Robert Rodríguez
metió de tapadillo bajo los ropajes de una serie B una propuesta tan radical
como la defendida por Machete, en la
que renegaba de una política corrupta y apoyaba prácticamente la lucha armada para
defenderse de las agresiones de los poderosos, y parece que Tarantino sigue
esta línea. Las peripecias del esclavo Django para encontrar a su esposa –en uno
de los giros del cineasta se llama Brunhilda y ¡habla alemán!- esconden un
forma de ver las relaciones sociales muy crudas. La esclavitud y los
privilegios de los que mandan, la forma contundente de librarse de ello, como
si no hubiese otro camino que la violencia. En fin, escribiendo esto el día en
que el Bárcenasgate ha estallado en todo su esplendor, que quieren que les
diga, parece atractivo y todo. Es un film excelentemente construido e
interpretado, a excepción quizás de Leonardo Di Caprio, que sigue siendo ese
extraño actor al que la fuerza de sus personajes siempre se le escapa por algún
sitio. Hay empero dos joyas en la que fijarse especialmente. Primero, y
recuperando la idea anterior del peso de los diálogos en el cine de Tarantino, el golpe del alemán (el gran Christoph Waltz) que maneja el inglés –bueno, eso
en la versión original, por supuesto- con tal precisión que obliga al resto con
frecuencia a preguntarle por el significado del fino lenguaje que exhibe. El
segundo, el crucial personaje de Stevens, sorprendentemente encarnado por un
envejecido Samuel L. Jackson. Un esclavo con suficiente autoridad ante su amo
hasta el extremo de ser un poder oculto en su plantación, traidor a los de su
clase pero sin perder su status. Me parece un tipo muy actual. ¿Cuántos Stevens
hay hoy en las empresas modernas, voces de su amo y creyéndose que los patronos
los valoran sin caer en que son mercancía fungible? Señal de que Tarantino está
moviéndose como director y que el bache de Malditos
bastardos puede ser superado. Además de la presencia de Franco Nero, destacar
como guiño la canción de los títulos de crédito, que es la compuesta por Luis
Bacalov para el Django original.
A mí me encantó la película. Pocos días atrás (si no, no me habría dado cuenta, no tengo tanto coco) pasaron, en esa cadena televisiva de la que Usted hablaba, "Los profesionales" (tremenda delantera, Cardinale, tremenda delantera), y me da la impresión de que el desfiladero en el que el alemán y el ex-esclavo tienen su conversación sobre la esposa de éste es exactamente el mismo en el que se desarrolla el tiroteo final con los mexicanos en aquella otra película. Habría que comprobarlo.
ResponderEliminarLamento disentir en lo que se refiere a DiCaprio. A mí me parece fantástico también aquí. Cuestiónde gustos. Y Don Johnson lo borda.
Y el "dile adiós a Mami" es una genialidad brutal.
Recomendabilísima, sí.
Pues no sé lo del desfiladero, pero quién sabe. 'Django' y 'Los profesionales' se rodaron en Estados Unidos -cosa rara en el caso del segundo film que nos ocupa, pues en los años 60 los western se hacían en Almería para abaratar costes- y a lo mejor compartieron localización. Más bien creo que ya este género trabaja un espacio mítico, pleno de paisajes parecidos y que han llegado a formar en nuestras conciencias e imaginarios un lugar común, del mismo modo que los viejos estudios tenían su pueblo del Oeste que siempre era el mismo,dando así una insólita coherencia a toda sus producción westenera. Y sí, hay que hacer mención de Don Johnson, mediocre actor que pasará a la historia como primer marido de Melanie Griffith pero que aquí se redime con su plantador que "preinventa" el KKK. Otro momentazo es el del sheriff y el marshall. Me alegró de que le haya gustado.
ResponderEliminarBueno, es que ese desfiladero era muy... no sé, particular.
ResponderEliminar